Conocí a Jerónimo Pomares, mi maestro, con siete años, en el Colegio Público José Salazar; era entonces su director. Acababa de empezar el curso y solventó con esa filosofía constructiva que le caracterizaba un pequeño desajuste en el funcionamiento normal del centro. Yo había decidido, junto a mis padres, no recibir clases de religión y supuso todo un desbarajuste en unos tiempos en los que esa enseñanza no se cuestionaba. Así fue como, el primer día que se impartía la asignatura de religión, como no sabían qué hacer conmigo, me enviaron al despacho del director.
Jerónimo me recibió con aquel gesto afable difícil de borrar y me explicó lo que suponía la decisión que habíamos tomado. Lo hizo porque Jerónimo era un convencido de que a los alumnos hay que tratarlos con la madurez que luego se les quiere exigir. Durante aquellas horas “perdidas”, Jerónimo despertó mi curiosidad con algunas lecturas sorprendentes y, en algunas ocasiones, me encomendó tareas que supusieron para mí una gran responsabilidad, como repartir el correo por las clases.
Más tarde se convertiría en mi maestro. Fue entonces cuando me enseñó que tiene poca importancia la calificación que te ponga una tercera persona si tú no has dado lo mejor de ti misma y no has trabajado con un objetivo claro: espíritu de superación. Ese espíritu es el que lo llevó a configurar uno de los mejores centros de enseñanza pública de la provincia, a convertirlo en ejemplo de convivencia y de modelo educativo. En estos tiempos convulsos para la educación, Jerónimo hubiese sido un acicate. Él demostró que con trabajo y motivación se sacan adelante todos los imposibles. Y por eso, sus alumnos estaremos eternamente agradecidos. Gracias, Jerónimo, por habernos facilitado las herramientas para atravesar ese difícil camino que nos lleva a hacernos unos adultos responsables y comprometidos con nuestro entorno.