Tal vez resulte extraño que de un buen Juez que acaba de morir me quede, como recuerdo más vivo, su sonrisa socarrona y su carcajada y su afabilidad y su cercanía. Extraño, porque imaginamos a los Jueces enrocados en lo alto del estrado con la toga como escudo. Andrés Vélez -lo dijo en el funeral su bellísima hija Leticia, que ya sigue la vocación paterna- no era así, sino “persona buena, honesta, tolerante y serena” . Y yo añado: y, sobre todo, justa, un referente moral, un ejemplo de coherencia. Y, además, llana, de pueblo -tanto amaba a su Vélez-Rubio que hasta en el apellido lo llevaba; y me ilusiona volver pronto para la inauguración de la calle que honre su memoria, como le solicitamos al Alcalde durante el entierro- con esa humildad, inteligencia, socarronería y amabilidad con las que creaba tal clima de confianza que obtenía confesiones insospechadas que le permitían llegar al fondo de la verdad, fin último de la Justicia como virtud moral, que hacía realidad en cada una de sus sentencias, para cuya motivación no dudada en acudir, incluso, a refranes populares, haciendo, así, realidad el mandamiento del Tribunal Supremo de que “el Juez debe tener la seguridad de que su conciencia es entendida y compartida por la comunidad social a la que pertenece y a la que sirve”. ¡Qué gran y sabio psicólogo! Lo definió Neruda: “tal vez no viví en mí mismo; / tal vez viví la vida de los otros”. ¡Fue tanta su entrega…! Y puedo añadir, aún, muchos más calificativos a los de Leticia: liberal, modesto, humano, cordial y concordiador, dialogante, de memoria prodigiosa, con mucho más de sabio Sancho que de Quijote. Y piadoso, porque él sabía que sin piedad la justicia se torna crueldad.
Todos –insisto: todos, abogados y compañeros- lo hemos querido, y sentido y valorado su cálida y cercana auctoritas, la autoridad moral de su personalidad normal y de su rectitud y sabiduría, y no la potestas distante, el poder. Y todos hemos sido sus amigos porque, para él, la amistad era un valor sagrado. “Mi Andrés”, como lo llamaba su padre, estaba siempre ahí, para tertuliar –presumía de saber de fútbol más que Matías Prats; de sus viajes, hacía siempre una memoria; en bañador, negro como un tizón, disfrutaba “peleando” con Faustillo, mi nieto, en una guerra de pistolas de agua… y dejándose vencer por el enano…- y para hablar de las cuestiones morales más profundas, y tratar de resolver los problemas a quien le venían mal dadas… Era esclavo de la amistad, como corresponde a quien ha sido cofrade de ‘Los Esclavos’ hasta después de su muerte.
Con su presencia de roble imponente, se le puede aplicar la definición de Anatole France: “era semejante a un árbol: tenía corteza dura, savia abundosa, paz y silencio”. Sólo fallaba en lo de silencio: había humor, concordia y bonhomía.
Tiene razón Benedetti: “Si cada hora viene con su muerte, / si el tiempo es una cueva de ladrones...”. Quédenos el consuelo de que Andrés Vélez no ha visto venir la muerte, de que ha muerto con la alegría ilesa de la gente que cumple con la gente.
Lo pensaba en el cementerio, mientras miraba cómo el sol dibujaba estrellas de luz en lo más alto del altísimo ciprés que crece sobre su tumba: ha sido cabal hasta la hora final: murió el día de Andalucía, como correspondía a un hombre de luz que a los hombres alma de luz nos dará siempre.
Y no ha podido decir, como Machado, que se ha ido ligero de equipaje porque, en los tiempos que corren, la sabiduría y la ética pesan quintales. Bien podría parafrasearse para su epitafio lo que Clemenceau escribió de don Nicolás Salmerón: “por la rectitud inflexible de su espíritu, por la noble dignidad de su vida, Andrés Vélez dio honor y gloria a la justicia y a los justiciables”.
Ha muerto un Juez que prestigió y dignificó la Justicia. Y yo, hoy, soy, sólo, un sentimiento, una confusión, un estupor, un corazón estrujao, un invierno desolado. Siento su muerte en el alma, con tormento.