En el frente aragonés le llamaban ‘La pequeña’ y cocinaba lagartos y boniatos para los milicianos que apestaban a metralla de las trincheras. Su vida tuvo siempre la grandeza de un indisimulado desdén a la muerte. Francisca García García nació en Muleria (Cuevas del Almanzora) en 1912. Se hizo sitio entre siete hermanos, en las cuevas del Jucainí, en el Ventorrillo de su tía de La Portilla, que le abasteció mientras su padre pasaba las fiebres maltas como emigrante en La Habana. Sus hermanos trabajaron en las últimas minas de Almagrera, en tiempos en los que no era raro el día que no tocaban las campanas de la Iglesia por algún minero muerto en el pozo.
No había trabajo y la familia emigró a Cataluña, a Calella y Pineda, y Francisca se metió de costurera y después en una fábrica de maletas, en Pueblo Nuevo. En Barcelona empezó a noviar con Pedro, también de La Portilla, y cuatro años después se casaron, en 1935, en una Cataluña que empezaba a barruntar huelgas, revueltas obreras y paro. Hasta entonces, los emigrantes almerienses vivían relativamente felices: sus bailes, el pavo por Navidad, los Paseos por La Rambla. Pero el 18 de julio del 36, se les desbarató la vida, como a todos los españoles. Su esposo se fue voluntario a la división Once de Noviembre, comandada por el anarquista Buenaventura Durruti y ella no se lo pensó y salió detrás. La aceptaron como cocinera en el frente aragonés y aunque iba armada con fusil, nunca lo utilizó. Por la mañana preparaba el café de cebada y por la noche se arropaba con su marido en algún paraje bajo la luna. Recuerda a Durruti muy fuerte, muy respetado, en dos ocasiones habló con él para ofrecerle lagarto, que, rememora, a la plancha sabía como la merluza. Al perder la Guerra tuvo que abandonar España por la frontera francesa. Los metieron como bestias en tren de mercancías y peregrinó por campos de concentración en Normandía vigilada por senegaleses. Consiguió llegar a la zona libre con su marido y rehizo su vida en la Francia de Petain, aunque nunca olvidó la imagen del Nazareno de Cuevas ni su casa infantil de La Portilla, donde pasaba temporadas rodeada de sol y de gatos.