Antes de que la enfermedad lo postrara de forma definitiva en una cama, le gustaba recibir a los amigos en el despacho de su casa de la calle de Granada, rodeado de muebles antiguos y de viejas fotos que recordaban sus años de juventud. A Eduardo Gallart le gustaba despertarse con la prensa en las manos y así, leyendo LA VOZ y el Marca, compartía los ratos de tertulia con los que iban a visitarlo. Mientras tuvo fuerzas, no dejó ni un solo día de leer el periódico, de rastrear todas las noticias de su ciudad, de la que fue un amante incorregible. Amó a Almería por encima de todo, y por ella hubiera estado luchando durante dos o tres vidas más si las hubiera podido tener.
Siempre decía que él no entendía de otra política que la que no fuera pelear por el bien de su tierra, y así lo hizo a lo largo de su extensa trayectoria como personaje público, desde que fundó la asociación de armadores, desde que se hizo Patrón Mayor de la Cofradía de Pescadores, desde que fue concejal y teniente de alcalde del Ayuntamiento de Almería, o desde que siendo muy joven colaboró con casi todos los proyectos deportivos que fueron gestándose en la ciudad. Porque Gallart fue siempre un niño con vocación de deportista como fue también un niño de barrio que jamás perdió su vinculación sentimental con su Plaza de Pavía. Se sabía de memoria los nombres de todos los vecinos, quién vivía en cada casa y donde estaban los negocios más importantes de su barrio. Se sabía de carrerilla los nombres de todos los futbolistas que pasaron por el Almería en la época en la que él estuvo ligado al club, primero como directivo y después por su cargo como delegado federativo, como se sabía también las hazañas y los fracasos de todos nuestros boxeadores. Estuvo ligado al baloncesto, al fútbol, pero su gran pasión fue por encima de todo el boxeo, llegando a ser vicepresidente de la federación española, presidente de la almeriense y vocal del pleno en el Comité Olímpico Español.
Compromiso Eduardo Gallart fue una figura clave en el auge del boxeo en Almería. Estaba bien relacionado y siempre sabía a qué puerta tocar para reclamar ayudas para conseguir una subvención. Él fue uno de los que consiguieron la autorización municipal para que la ciudad tuviera su primer pabellón cerrado, en la Térmica Vieja, aquella nave destartalada de cuatro paredes y un ring donde se respiraba boxeo por los cuatro costados.
Gallart fue también una garantía para que aquellos jóvenes boxeadores de la tierra que destacaban pudieran tener su oportunidad. Francisco Alcalá, uno de aquellos púgiles de los años setenta, nunca olvidará a Eduardo Gallart, porque gracias a él obtuvo la primera recompensa peleando. “Eran peleas informales de entrenamiento, pero para motivarnos, el señor Gallart nos daba una pequeña bolsa para que empezáramos a sentirnos como los profesionales”, recuerda.
En las paredes de su despacho, don Eduardo tenía los diplomas y las copas que había ido cosechando en su larga carrera deportiva, y en los cajones de la mesa, los recortes de prensa que recordaban el esplendor de tiempos pasados. A Gallart no le gustaba presumir de lo que había sido, era un hombre de una humildad incuestionable, que solía huir de los elogios. Prefería hablar del pasado poniendo el acento en los muchos amigos que fue haciendo a lo largo del camino.