Cuando El Palmer era aún un macizo agreste junto a una playa desierta, un almeriense de piernas largas se dedicaba a escalarlo con la humildad de un alpinista amateur.
Ese jovencillo era Domingo Fernández Ramírez que acaba de fallecer con 84 años en su casa del Quinto Pino, dejando atrás un rastro de bondad natural, de curiosidad de investigador despistado con sus lentes de miope. Domingo nació en 1929 en la calle Murcia y pronto se trasladó al caserón familiar de Obispo Orberá. Era hijo de Domingo Fernández Mateos, un inquieto y pluriempleado personaje almeriense que fue fotógrafo y creador de la primera fábrica de talco de la ciudad.
Allí, en el almacén y laboratorio de la calle Pedro Jover, se aplicaba Domingo en ayudar a su progenitor con la elaboración de los polvos de talco y de perfumes. Junto a Alfonsete el Músico, Miguel, Antonio y Marisol participaba en el refino de los disolventes y su envasado.
La fábrica familiar fue prosperando, no solo en Almería, donde abastecía a droguerías, a los Almacenes Iberia de Sebastián Alcalá y a los Hermanos Segura.
Domingo, lejos de la holgazanería, compatibilizaba esa ayuda laboral con las lecciones en el Colegio de los Hermanos de La Salle. Allí, en esos años de finales de los 40, coincidió en el pupitre con Federico López, Emilio Esteban Hanza, Carlos Cruz, Jesús Alférez, Vicente Marco y Juan del Aguila Molina.
Con ellos y con otros como Terriza, Bordiú y Manuel Román solía celebrar un almuerzo anual en el que, con traje y corbata, brindaban por esos años de florido pensil.Conoció a su suegro antes que a su esposa alemana, a través de las clases de alemán que recibía del maestro Guillermo Brobeil.
Los últimos cortijos Con ella y con sus cuatro hijos, se estableció en la zona del Quinto Pino, el confín de la ciudad entonces, a un tiro de piedra de la desembocadura del Andarax. Desde la ventana de su dormitorio veía Domingo un paisaje de bueyes y campesinos que habitaban los últimos cortijos de la Vega almeriense. Domingo fue, ante todo, un hombre de laboratorio, un investigador. Se graduó en Quimica en la Escuela de Maestría y se hizo funcionario del Centro Superior de Investigaciones Científicas. Allí, en la sede de la Estación de Zonas Aridas del Paseo de Almería estuvo Domingo más de 40 años laborando. Uno se lo imagina con el microscopio, analizando el agua, la tierra, ajeno al mundanal ajetreo de la arteria principal de la ciudad. Allí, en ese reducto de paz como secretario de Guillermo Verdejo, Domingo investigó durante años sobre la Medicago Arborea, una planta que servía para dar de comer a las cabras.
Coleccionista Domingo mantuvo la mente lúcida hasta los últimos días de su vida. Su casa era un museo de colecciones de sellos, monedas, de jarras de cerveza.
Era habitual verlo tomar un té o un café en el jardincito de su casa de las afueras, entre el trino de los pájaros y el aroma salobre de la playa cercana.
Era un tipo sencillo, con memoria fotográfica, con gusto por la vida, por las pequeñas cosas de la vida. No hizo nada especial, solo vivir con precisión, analizando todo lo que le rodeaba, sin estridencias, hablando lo justo. Aseguran los que conocieron a este químico, investigador, alpinista, inquieto lasaliano que así fue toda su vida.