Eran los adolescentes de 1964, los que escucharon por primera vez las canciones de los Beatles en los programas de la radio, los que querían ser como ellos y se dejaron los primeros flequillos largos como viseras, los que vieron el estreno de la película ‘Que noche la de aquel día’ en una tarde del otoño del 64 en las butacas del cine Roma y después se vistieron como los de Liverpool y se fotografiaron con sus mismas posturas.
Cuánta fuerza tenía aquella música para esa generación de muchachos que había nacido en la posguerra y que empezó a crecer bajo el aliento de una nueva época que traía otra forma de entender el mundo y otras esperanzas para la juventud. Estaban obligados a imitar a sus padres, a ser hombres de provecho, a encontrar un trabajo cuanto antes, pero también querían divertirse, aprovechar el tiempo libre, rozarse con las muchachas sin miedo. Fueron los últimos que se vestían con chaqueta para salir los domingos a dar vueltas por el puerto y por el parque, o cuando el Domingo de Ramos iban al Paseo a ver pasar la Borriquita, y los primeros que se enfundaron unos pantalones vaqueros cuando en 1966 empezaron a ponerse de moda en Almería como un signo incuestionable de la modernidad.
Bebieron en la fuente de la radio musical, de programas como Discos Dedicados que se emitía a diario a partir de las tres de la tarde en Radio Almería, y donde de vez en cuando se colaba alguna de las canciones que llegaban desde Inglaterra. Para aquellos muchachos que se peinaban como los Beatles, escuchar un disco que venía de fuera era un signo de distinción que los diferenciaba de los otros jóvenes de su edad que seguían varados en las coplas de Juanito Valderrama. Cuando los domingos organizaban los bailes privados, en la casa de algún amigo que tenía una cochera libre, presumían ante las chicas de tener un disco de los Beatles, aunque después siempre acabaran bailando muy juntos las canciones de Adamo y de Raphael. Todavía no se habían puesto de moda los cubatas y en los guateques de aquel tiempo había refrescos para ellas y cerveza, como mucho, para ellos, aunque no les hacía falta estimulantes externos porque el fuego ya lo llevaban ellos por dentro, metido en cada poro de la piel en un tiempo en el que aún, en temas de amores, casi todo estaba prohibido. Ante este panorama, los bailes de las pandillas no pasaban más allá de los roces y de algún beso a oscuras para que nadie se enterara del atrevimiento.
Fueron la generación de Bonanza, aquella serie americana que se emitía en televisión los domingos después del Telediario y los que iban los domingos al Club Náutico a bailar y a escuchar a los Teddy Boys. Fueron la generación del transistor playero, los del tocadiscos con los altavoces incorporados, los que con los primeros ahorros se compraron un Seat 600 con el que sin proponérselo le decían a los demás que seguían progresando, los que vieron pelear a José Legra con Rodríguez en la Terraza Albéniz, los que disfrutaron de los primeros bikinis de las extranjeras y los que trabajaron como extras en Lawrence de Arabia.
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