Hay personas que cuando pasan por un lugar dejan una huella que nunca se borrará mientras que quedé vivo uno de aquellos que la conocieron. Hay personas que sobreviven en la memoria de la gente, en ese refugio donde habitan las emociones y los detalles realmente importantes de la vida.Hay personas que como Lola, forman parte de la crónica sentimental de varias generaciones de adolescentes que a lo largo de más de treinta años fueron pasando por el instituto Celia Viñas.
Dolores López Rodríguez, la hija de Juan el de la calle Calvario, el músico de la Banda Municipal, llegó al instituto en 1966. Eran tiempos de grandes cambios, pero que todavía conservaban la esencia de la década anterior y en un centro educativo de adolescentes, como era el instituto, prevalecían con fuerza las viejas formas de entender las relaciones entre hombres y mujeres. El rigor era tan estrecho que el profesor de Religión, don Recesvinto Martínez, no permitía que ninguna de sus alumnas entrara en su clase con manga corta. Lo que nunca se supo es si el cura imponía aquella norma por preservar la inocencia de las muchachas o por salvarse él de la tentación. En aquellos años, el Celia Viñas era exclusivamente femenino y en aquel enorme gineceo donde las hormonas estaban a flor de piel, el papel de una celadora no era únicamente el de mantener el orden fuera de las clases o el de orientar a las alumnas en las dudas burocráticas. Lola era mucho más, casi la prolongación de las madres en el centro.
Las niñas la buscaban para pedirle consejos, para contarle sus esperanzas y sus decepciones, y para que les curara las heridas o les arreglara la costura del uniforme cuando había un descosido. Era una celadora de verdad, siempre dispuesta a escuchar y con el botiquín y la caja de costura siempre en estado de alerta para encontrar soluciones. En aquella época había más de trescientas muchachas matriculadas y Lola compartía su trabajo con un equipo de bedeles históricos, entre los que estaban Rafael Moreno, Rafael López, Francisco Ariza y Antonio Sánchez.
Lola cuenta que las niñas llevaban entonces uniforme y que el primer pantalón femenino que se vio dentro de las aulas fue el de una alumna muy atrevida que en tiempos de doña Agueda Collado como directora, se llevaba el pantalón de su casa escondido en una cesta y en el recreo entraba en el cuarto de baño, se lo ponía y salía por los pasillos provocando el revuelo de sus compañeras.
Fue en 1972 cuando el instituto se transformó en mixto, lo que supuso una pequeña revolución en el centro. Las niñas pasaron a ocupar la tercera planta, la más cercana al cielo, la más alejada de las tentaciones terranales, mientras que los niños se quedaron un piso por abajo. Estaban tan separados dentro que en la hora del recreo, ella era la encargada de llevarse a las muchachas a la azotea. Era tanta su vinculación con el instituto, que en una ocasión, cuando una profesora que acababa de llegar de fuera le preguntó a las alumnas, quién era Celia Viñas, ellas le respondieron: “la madre de Lola”, y la maestra las creyó. Los años setenta fueron de cambios continuos. En apenas un lustro la mentalidad de los profesores y la de los alumnos y alumnas fue evolucionando a una velocidad vertiginosa, como si hubieran pasado varias décadas. Se eliminaron las barreras y niños y niñas compartieron las aulas y se enamoraron fuera. El instituto se modernizó tanto que llegó a contar con una cantina en el sótano, un bar que durante muchos estuvo regentado por otra pareja histórica como Rafael Moreno y su esposa, Matilde.
Lola supo adaptarse a los nuevos tiempo y fue tan querida por los estudiantes como por los profesores. El día que se jubiló la condecoraron por su fértil trayectoria, aunque como ella dice, el mayor reconocimiento fue el cariño de los niños, que todavía sigue latente cada vez que se cruzan con uno por la calle.
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