El fallido auditorio de ’la Concha’

En el otoño de 1969 se iniciaron las obras para la construcción de un auditorio a espaldas del Gran Hotel

Plaza de López Falcón donde iba la juventud a pasar el rato en los años setenta.
Plaza de López Falcón donde iba la juventud a pasar el rato en los años setenta.
Eduardo D. Vicente
18:25 • 23 jun. 2016

Nuestro auditorio oficial fue durante décadas el viejo kiosco de la música, en el corazón del Paseo, frente al edificio de Correos, donde daba los conciertos la banda municipal los domingos por la mañana y en las noches de Feria. Aquel templete formó parte de la historia de la ciudad y de varias generaciones de almerienses hasta que en diciembre de 1968, un informe del arquitecto municipal lo declaró en ruina y se procedió a su derribo. Cuando nos quedamos sin kiosco surgió un proyecto para construir un auditorio moderno en un lugar céntrico, que pudiera ser escenario de conciertos al aire libre y una zona de reunión para la juventud.





En el año 1969, el Ayuntamiento abordó la reforma de un rincón que quedaba escondido en la ciudad a pesar de estar a cien metros del Parque y del Paseo. Se trataba de la plazuela que se había formado a espaldas del edificio del Gobierno Civil, la Comandancia de Marina, el Palacio de Justicia y el Gran Hotel, bautizada con el nombre de Plaza de López Falcón. Aprovechando aquel escenario, surgió la idea de montar allí ese auditorio popular que necesitaba la ciudad, que podría ser también el espacio que aquel rincón necesitaba para llenarse de vida. Las obras ya estaban terminadas a finales de octubre, destacando en ellas una gigantesca construcción de hormigón en forma de concha, que cubría un escenario que quedaba en alto y al que se accedía a través de dos tramos de escalones situados en los extremos.
‘La Concha’, como fue bautizado aquel auditorio moderno, no llegó a ser jamás un recinto cultural y no tardó en convertirse en un lugar de reunión para los jóvenes. Es verdad que no tenía la estética de un espacio de conciertos, ni tampoco la comodidad de una plaza del centro con árboles y bancos para sentarse, pero sí tenía la discreción que le proporcionaba esa plazuela arrinconada y el aislamiento de aquel espacio arquitectónico con forma de concha marina donde uno tenía la impresión de estar alejado de las miradas de la ciudad. Poco importaba que hubiera que sentarse en el suelo o que en invierno fuera un lugar frío y húmedo, o que la extraña acústica de aquel sorprendente monumento de hormigón hiciera que los que estaban instalados en una esquina pudieran escuchar lo que estaban hablando los del lado opuesto como si los tuvieran a un metro de distancia.





En los años setenta, se puso de moda quedar en ‘La Concha’ para después ir al bar el Barril del Parque a tomar cerveza o para quedarse toda la tarde hablando y fumando cigarrillos a escondidas. A ‘La Concha’ iba aquella juventud de los pantalones de campana cuando no había otros lugares de esparcimiento y cuando todavía no se conocía el fenómeno del botellón y las pandillas se congregaban en los lugares públicos y pasaban las horas hablando y enamorándose.
A ‘La Concha’ iban los adolescentes después de salir de los institutos los días de diario, y allí se citaban los sábados y los domingos en un tiempo en el que se salía por la tarde porque la mayoría de las muchachas tenían que estar en sus casas antes de las diez de la noche. De vez  en cuando aparecía por su escenario algún aspirante a cantautor local que con su guitarra improvisaba algún canción de Víctor Jara o de Paco Ibáñez. A ‘La Concha’ iban también las jóvenes que querían aprender a patinar en un tiempo en el que se pusieron de moda los patines modernos que vendían en el Palacio de los Deportes de la calle Rueda López. Allí se podían caer tranquilas, sabiendo que no las iba a ver nadie.





‘La Concha’ sobrevivió a varias generaciones y asistió a grandes cambios sociales que afectaron también las costumbres de los adolecentes. Si en los setenta acogía inocentes reuniones de las pandillas de amigos y las aventuras de la niñas patinadoras, en las décadas siguientes llegaron a aquel escenario, a las espaldas del edificio del Gobierno Civil,  los primeros porros de la movida de los ochenta y los primeros botellones de los años noventa.
Los sábados por la noche el lugar se convertía en un auditorio del griterío, de la música insoportable de los casetes, del hachís y de los calimochos, por lo que aquel Auditorio público que tuvo alma de ágora en sus primeros tiempos, fue degenerando hasta convertirse en un espacio poco recomendable para sufrimiento de los vecinos de las calles cercanas.
Además, la parte trasera, la que daba a la fachada norte de la Comandancia de Marina, fue utilizada por la multitud como urinario público, lo que acentuó la decadencia de aquel rincón de la ciudad.
 








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