En esa Almería de boniatos y tracción de sangre, eran escasos los fotógrafos que se atrevían a salir a la calle con imaginación a plasmar la vida; pocos los retratistas que en esos años del plomo, entre los 30 y los 40 -con el meandro de la Guerra por medio- tenían el descaro de coger una cámara- que casi siempre venía de Alemania- para atrapar los rincones aledaños al mercado repletos de mujeres de negro, las emociones de gente corriente como los trabajadores de El Chorro, las orquestas del Casino, los bailes de disfraces en el Cervantes, los desfiles de falangistas, los toreros en la Avenida de Vilches, los bombardeos de la Campsa o las jovencillas de trenzas meciéndose en los columpios del Parque.
Durante más de una décáda, Domingo Fernández Mateos, un almeriense de la calle Alcalde Muñoz, hizo eso con calidad extraordinaria, con ímpetu juvenil, por encargo del ingeniero Elorrieta, del munícipe Fernández Alemán, del diputado José Guirado o por impulso propio, revelando en silencio mineral antediluvianos clichés de cristal en su laboratorio de la calle Rueda López.
Fue Domingo un tipo audaz, desde que nació al alborear el siglo cambalache. Su madre, Concha Mateos, era la gobernanta de las cámaras frigoríficas del Mercado, donde se guardaban como oro en paño los lomos de carne que solo se comían en domingos y fiestas de guardar, en aquella Almería de carpantas. Se fue pronto al ejército, en 1923, a Melilla y a Tetuán, en plena Guerra de Marruecos y participó como aviador en el Desembarco de Alhucemas, que fue como una especie de venganza patria contra el moro, tras el Desastre de Annual.
Allí supo de trincheras y metrallas, pero también aprendió el arte del revelado fotográfico. Y con ese bagaje de conocimiento en el zurrón volvió a su tierra para abrir un laboratorio y casarse con Isabel Ramírez Laínez.
Pasó duros momentos en la Guerra Civil, le surgieron las primeras arrugas en la frente y poco tiempo después de finiquitar los días de plomo, guardó su Leica en una caja de galletas -no se ganaba mucho dinero- vendió la reveladora a Guerry y los líquidos a Apoita y se arrimó al negocio floreciente de los perfumes, en el que su hermano Ángel había dado ya algunos pasos.Abrió su primer centro de esencias en los bajos del domicilio familiar, enfrente tenía a Briseis y cerca, en la calle Murcia, a su propio hermano, dedicado a la misma tarea y en 1942 abrió la primera fábrica de polvos de talco de la provincia, en un viejo caserón de la calle Pedro Jover.
Eran años duros de postguerra, donde el agua por sí sola ya era un lujo asiático en aquella Almería de sarna y mingitorios. En ese inmueble, el emprendedor, el galán inquieto de Alcalde Muñoz fundó Eros -Dios del amor- la fábrica donde empezó a producir y envasar espuma de talco para media España. El Vita, un guardia municipal pluriempleado de Purchena, traía la materia prima en sacos de las minas de Somontín, que explotaban los Acosta.
El y su equipo lo refinaban con disolventes, lo perfumaban y los envasaban en un proceso laborioso en el que participaban Alfonsete el músico, Miguel, Antonio y Marisol, entre otros operarios. También sus hijos -Domingo y Ángel- compatibilizaban sus estudios en La Salle con la ayuda al negocio familiar en tareas contables y comerciales.
Su pericia con las probetas hizo que Almería, tierra de legañas, fuese también conocida por ese talco ‘fino y superior’ que apaciguó el picor de los culetes rosados de miles de niños de postguerra. Un siniestro pólipo en la vejiga lo retiró de la vida con 68 años y su fábrica pasó a la historia a principios de los 70.
Domingo Fernández fue uno de los primeros fotógrafos de prensa en plantilla en la provincia.En 1935 pertenecía como redactor gráfico a la plantilla de La Voz, diario republicano independiente y formó parte también de la primera directiva de la Asociación de la Prensa de Almería ubicada en la Avenida de la República, 34.
Sus peores momentos vitales al comenzar la Guerra fueron cuando lo llevaron preso por unos días al barco Astoy Mendi anclado en la dársena de la ciudad. Salió pronto, pero supo mucho de lágrimas, de silencios y de miedos en esos días nefastos.
Al concluir la Guerra, siguió colaborando con el diario Yugo hasta que ya su otra pasión, los perfumes, las esencias, los ensayos con pétalos de flores y sobre todo su exitoso talco, lo absorbieron por completo durante el resto de su vida.
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