Si la mañana del Domingo de Ramos significaba el estallido de la primavera y las calles se llenaban de ropa de estreno y olor a incienso, la tarde del Corpus fue siempre el punto de partida de nuestro verano oficial, cuando estrenábamos nuestras sandalias blancas brillantes de kanfort, cuando nuestras madres nos engalanaban con los pantalones blancos escogidos para aquel acontecimiento y cuando la fuerza de la vida, corriendo desbocada por las calles, dejaba en un segundo plano el cortejo militar y los sentimientos religiosos. Más allá de las sotanas de los curas, del trono sagrado y de los trajes y los vestidos de comunión de los niños, el espectáculo de aquellas tardes de Corpus era el de la gente tomando las calles al asalto, con el asfalto recién regadas oliendo a hierba fresca y a los primeros helados de la temporada.
La del Corpus fue, desde antiguo, una procesión religiosa donde la presencia de niños vestidos de Primera Comunión le daba un carácter más cercano, más amable, más callejero. En medio de las sotanas y de la marcialidad de los militares, los niños siempre ponían la nota más humana, haciendo que la procesión bajara del cielo a lo terrenal; ellos, con sus cabezas recién peinadas, sus trajes inmaculados y sus sonrisas auténticas, llenaban de voces nuevas, de risas y de ternuras todas las calles del recorrido convirtiendo la tarde de junio en una fiesta de los sentidos. La tarde del Corpus olía a colonia infantil y a ropa limpia, que se mezclaba con el aroma profundo de la hierba que los empleados municipales iban esparciendo a lo largo del recorrido. Cuánta blancura, cuánta inocencia en el alma de aquellos niños de Primera Comunión que se creían a pies juntillas todos los miedos que los curas pregonaban cuando la sombra del pecado rondaba constantemente sus vidas.
A pesar del profundo arraigo que la procesión tuvo siempre en la ciudad, hubo épocas de crisis y momentos de gran solemnidad. Entre las fiestas más celebradas, haciendo un recorrido a lo largo de la historia, destacaron las organizadas para el Corpus Chisti del año 1875. En aquella ocasión las autoridades municipales, en consenso con los estamentos religiosos y militares, quisieron ensalzar la tradicional fiesta dándole un toque patriótico en unos momentos especialmente delicados para España, que se encontraba sumida en la tragedia de la llamada Tercera Guerra Carlista. “A pesar de las circunstancias aflictivas del país, sumido en una dolorosa guerra fratricida, la festividad del Corpus excederá a las celebradas en años anteriores”, anunciaba el Ayuntamiento por el mes de mayo.
Para que la fiesta tuviera el esplendor de los festejos mayores, se ordenó al arquitecto municipal, Trinidad Cuartara, que fuera el encargado de decorar la Plaza de la Catedral para que fuera el escenario de las celebraciones. El arquitecto aprovechó el ensanche que había experimentado la plaza por la parte del viejo palacio episcopal para colocar un gran pórtico alrededor del recinto, decorado con columnas, estatuas y una gran balaustrada. Se realizaron importantes pinturas de tipo religioso encargadas a artistas locales y se levantó un espléndido templete en el centro en cuyo centro se representó la figura del amor de Dios. La plaza se iluminó con mil quinientas luces de gas, un acontecimiento sin precedentes hasta entonces en la ciudad, y se obligó a los vecinos de las calles cercanas que adornaran sus fachadas. Se dijo entonces que toda la ciudad pasó por la Plaza de la Catedral en las noches del Corpus.
A lo largo de la historia el Corpus vivió también días de incertidumbre, como los acontecidos en los años de la República, cuando la fiesta estuvo desterrada del mapa oficial de nuestras autoridades civiles, que vieron en el elemento religioso, por profano que pareciera, un enemigo a combatir. El último Corpus fue el de 1930. Un año después, el 4 de junio de 1931, el Corpus no salió a la calle. Eran los primeros meses de la República y la ola de anticlericalismo que azotaba a todo el país tenía también sus efectos en Almería. A primera hora de la mañana, el señor Company Jiménez, alcalde accidental de la ciudad, acudió al Palacio del Obispo para pedirle que se suspendiera la procesión , advirtiéndole que los ánimos estaban caldeados y que tenía noticias de que un grupo de obreros del Puerto tenía previsto boicotear el acto religioso. El obispo, Bernardo Martínez Noval, quedó en que esa misma tarde le daría una contestación, ya que antes tenía que reunirse con varias personas de su confianza para darle a conocer la petición del alcalde. El obispo era partidario de acatar las órdenes, pero los organizadores de la procesión querían seguir adelante con la tradición, argumentando que un grupo de obreros podía estar en contra, pero eran miles los almerienses que esperaban la salida a la calle de la Custodia. Finalmente se decidió que el Corpus se quedara dentro de la Catedral.
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