El ritual tenía lugar cada noche de verano: los camareros cerraban con llave la sala de billares y la biblioteca y empezaban a disponer sillas y mesas sobre la terraza, a extender jazmines sobre los tapetes blancos, a rellenar las copas de ponche y de horchata; betuneros como Paco el Gitano colocaban el taburete enfrente de la puerta de hierro y los cocheros aguardaban en el callejón de General Segura engolfados en la ilusión de opíparas propinas.
Comenzaban a llegar caballeros de smoking blanco con señoras enjoyadas del brazo y señoritas con grandes moños y vestidos de raso que ingresaban en la Terraza del Casino, bajo guirnaldas y farolillos japoneses, entre búcaros de flores, cuando la orquesta empezaba ya a afinar saxos y violines en su balconcillo.
Desde la acera de enfrente, los almerienses de la mesocracia se conformaban con admirar la belleza de esos ojos maquillados, de esos peinados que lucían las damas en los bailes de gala, cuando se agasajaba a los oficiales de algún barco de la Armada que hubiera anclado en la bahía con Felipe de Borbón a bordo o cuando llegaba la Feria y se aviaban aquellas celestiales cenas americanas y noches andaluzas.
Era entonces cuando la orquesta Casino y la vocalista Lolita Garrido llenaban la noche de fantasía con acordes de boleros y pasodobles bajo las estrellas y comenzaba el flirteo, el juego de miradas, las pasiones dormidas entre hombres y mujeres almerienses que se agarraban mutuamente oliendo a colonia cara en el redondel de la pista de baile.
El Casino, el viejo casino almeriense que disfrutó de más de 70 años de vida fascinante, fue durante décadas el kilómetro cero del glamour de esa ciudad divida aún entre ricos y pobre, el rompeolas de los sueños eternos de adolescentes patricias que buscaban novio rico y guapo.
Allí, durante años y años, en su sala provinciana de juego, con moka y legítimos habanos -como en la mansión americana del Gran Gatsby, como en los salones zaristas de Anna Karenina- se tejieron los negocios principales de la ciudad, se aventaron casamientos y se destiló todo lo que de bueno y malo lleva dentro el alma humana.Sin embargo, la historia de ese Casino de Almería comenzó hace mucho tiempo y de forma más prosaica. Fue en 1840 -en un poblachón aún amurallado- cuando el Gobernador José Vilches fundó esta aristocrática sociedad junto al prócer Bernardo Campos.
El domicilio social se instaló en la calle de Sebastián Pérez y en 1863 se trasladó a Castelar, con José María de Acosta de presidente. Y de allí, en 1872, a Plaza de San Pedro, con Francisco Orozco de mandatario. Tras años de holganza, se reorganizó en 1893, siendo presidente Ramón Matienzo. El gran salto adelante de la institución, con Francisco
Cervantes de presidente, fue la adquisición del palacete de Emilio Pérez Ibañez a sus herederos, en 1905. Ahí empezó a lucir el Casino, sobre todo a raiz de las obras en la terraza diseñadas por José Molero Levenfeld. Fueron años de esplendor donde se habilitó una espléndida biblioteca con prensa extranjera, un tocador de señoras, dormitorios para socios de provincias y un piano de cola. Se organizaban bailes de Nochevieja, Carnaval y Piñata y se llegó a proyectar incluso una sala de esgrima. El rey Alfonso XIII cenó dos veces, como su nieto después, en sus dependencias. Y allí fue también, un Día de Santiago de 1926, donde el estudiante de medicina Emigdio Nieto, encelado, mató de un tiro a la joven Adriana García.
La Guerra y la Postguerra interrumpieron la frenética actividad de esta sociedad, que recuperó brillo en la década de los 50 con Dionisio Bustillo de presidente. El Casino volvió a alcanzar los 400 socios y un chiste de la época aparecido en La Codorniz ironizaba con el hecho de que era más difícil entrar en el Casino de Almería que en la Cámara de los Lores.
Estaban en plantilla los ordenanzas Obdulio Herrera, Guillermo Barroso, Fernando Mañas, Rafael Morales, Jose López Sánchez y José García. Pedro el Sabio era el electricista, Rafa y Antonio eran los botones, Lola y Concha las limpiadoras, el conserje Juan Segura y Gabriel Oyonarte el regente del bar.
Aparecía todos los días por la Sala Roja la osamenta del General Saliquet con sus bigotes nevados, a patronear la tertulia con jueces y abogados y la Sala Noble se reservaba para los grandes bailes de invierno. Lucía también el Salón Sena y la Sala Arabe donde las mujeres jugaban a canasta y la sala de billares, dominó y ajedrez, el territorio de los hijos de los ricos.
Pero lo que más dinero dejó en el Casino fue el juego del bacarrá donde almerienses e incluso ejidenses y granadinos se jugaban cuartos y cortijos. Hubo periodos en los que la sala de juegos, con la ruleta y el póquer, funcionaban toda la madrugada con asiduos como Ricardito Pérez o el Comadante Ortiz. Un jugador llegó a pegarse fuego frente al centro de veterinarios de la Rambla tras perder miles de pesetas en una madrugada.
A finales de los 70, el Casino empezó a languidecer con Abelardo Campra como último presidente. Se dejaron de pagar cuotas, los empleados embargaron el edificio y una mañana de 1983 el ordenanza Fernando Mañas entregó las llaves a Emilio Martínez, delegado de la Junta, que se quedó con el viejo Casino en subasta por 45 millones de pesetas.
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