La Transición empezó antes de que Franco muriera, al menos en algunos colegios de Almería donde el viento de los nuevos tiempos se dejó notar con fuerza antes de 1975. Uno de esos colegios fue el Cruz de Caravaca y a su lado, el Francisco de Goya, que ocupaban el mismo solar en el cerro de la Molineta.
En 1973 se comenzó a hablar en la ciudad de un nuevo centro escolar que a imagen y semejanza del colegio Europa, que había empezado su andadura un año antes, estaban construyendo al norte de la Carretera de Granada, sobre el mismo cerro. Se decía entonces que aquel gran complejo educativo iba a ser el paradigma de la enseñanza moderna, nada que ver con la escuela antigua heredada de la posguerra que todavía sobrevivía en muchos barrios de la ciudad.
Unos meses después, en septiembre de 1973, abrió sus puertas por primera vez el colegio Cruz de Caravaca. Fue el primero en funcionar ya que el Goya estaba todavía sin terminar. A pesar de los esfuerzos finales, el comienzo del curso se echó encima y la primera promoción de alumnos tuvo que iniciar la nueva aventura en un entorno donde todo estaba por hacer, donde todo parecía provisional, como si fuera el primer colegio de la tierra.
Los que formamos parte de aquella primera generación de niños del colegio Cruz de Caravaca disfrutamos de un primer curso, el de 1973-1974, irrepetible. Aquel aspecto de decorado de película, aquellas obras que parecían interminables, aquellos accesos primitivos donde la civilización acababa en la Carretera de Granada, le daban al colegio un aire de informalidad que a muchos niños nos ayudó a digerir mejor el cambio. Como casi nada estaba terminado, como para llegar a la altura del colegio había que subir una gran cuesta de tierra y piedras por donde no podían acceder los autobuses escolares, como el comedor aún estaba incompleto, ese primer curso hubo que adaptarse a las circunstancias y se optó por un horario de jornada única, de nueve de la mañana a una de la tarde.
Los niños que veníamos de lejos, echábamos a andar desde nuestros barrios con la cartera en la mano y después de atravesar el cortijo de Fischer y la Rambla de Belén, nos internábamos en el maravilloso entorno de la Molineta, que en aquellos tiempos todavía conservaba su esencia rural, con todo su universo de cortijos, de huertas cultivadas y de establos que inundaban el lugar con los olores de la verdura fresca, de las vacas y del estiércol.
La Molineta fue para muchos alumnos nuestra segunda casa. Muchas tardes, como no había colegio, engañábamos a nuestras madres y con el pretexto de tener que ir a la escuela a hacer trabajos manuales, nos perdíamos en la soledad de aquellos parajes donde disfrutábamos de nuestros primeros cigarrillos y de nuestros primeros escarceos amorosos.
El no tener clase por la tarde y ese carácter provisional de una escuela sin terminar, nos facilitó el camino a muchos niños y nos ayudó a adaptarnos a una forma diferente de entender la educación.
Muchos de nosotros éramos hijos de la enseñanza tradicional y veníamos de escuelas donde un único maestro nos daba todas las asignaturas y nos conocía tanto o más que nuestros padres. Fue un cambio brusco cuando llegamos al Cruz de Caravaca y nos encontramos con un grupo de profesores diverso, la mayoría formado por maestros jóvenes con ideas distintas. A cada hora, cuando había que cambiar de asignatura, éramos los alumnos los que recogíamos el equipaje y teníamos que ir de aula en aula como peregrinos en busca del profesor que nos tocara.
Algunos, los que estábamos acostumbrados a la autoridad férrea del maestro y del director no entendimos muy bien esa nueva fórmula de enseñanza donde el profesor no usaba la vara ni te mandaba al cuarto oscuro. La mayoría de los educadores de aquellos primeros años del colegio Cruz de Caravaca estaban recién salidos de Magisterio y era gente muy preparada que se agarraba a la pedagogía moderna. Toda la magia del primer curso, de aquel escenario a medio hacer, se desvaneció al año siguiente cuando empezó a funcionar el comedor, cuando empezaron las clases por la tarde y cuando se inauguró aquel maldito gimnasio donde un profesor de nombre Paco obligaba a niños y niñas a saltar el potro o colgarse de las espalderas sin respetar sus miedos.
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