Las voces de la vieja Plaza del Pescado

Aquella lonja, frente a la esquina del Teatro Apolo, era un gran coro de vendedores

Fotografía, realizada por Fausto Romero, en la que se puede ver a dos mujeres realizando la compra en los años 60.
Fotografía, realizada por Fausto Romero, en la que se puede ver a dos mujeres realizando la compra en los años 60. La Voz
Eduardo D. Vicente
19:33 • 05 jun. 2018

La vieja Plaza del Pescado era un mundo aparte. Estaba frente al Mercado Central, pero tenía sus propias normas, sus sonidos particulares, la personalidad que le daba el aroma de la mercancía y la fuerza de las voces de los vendedores  que como los viejos mercaderes pregonaban su género en una competencia de frases repetidas. Yo sentía una atracción especial por aquel escenario y de niño, cuando iba de la mano de mi tía a comprar sardinas para hacer migas, mientras ella recorría los puestos yo me quedaba petrificado delante de las mesas de mármol observando con la boca abierta toda aquella tramoya de idas y venidas, de prisas, de voces roncas, de estribillos chistosos que llamaban la atención de las parroquianas.



Me gustaba ver como aquellos hombres de brazos remangados y rostros curtidos por los madrugones y el trabajo competían entre ellos anunciando el pescado más fresco y el más barato. Me gustaba escuchar aquella frase tan recurrida cuando decían: “Vamos niña al jurel, que me lo quitan de las manos”, cuando en el puesto estaba solo el vendedor y la clientela era únicamente una esperanza. 



Para los niños era un espectáculo observar cómo manejaban los cuchillos, con qué destreza y velocidad ejecutaban la pieza quitándole la cabeza y abriéndola para arrancarle las vísceras, y como con las manos llenas de agua y empapadas de pescado, manipulaban sin ningún pudor los billetes y las monedas. 



Aquel escenario se llenaba de magia los días de lluvia, cuando las sardinas y los jureles se vendían antes del mediodía porque aquí siempre tuvimos la costumbre de hacer migas con pescado asado cuando caían cuatro gotas. Cuando llovía, el suelo lo llenaban de serrín y la Plaza del Pescado derramaba su amplia gama de olores a lo largo de la Rambla Obispo Orberá y por los alrededores, como si la lluvia resucitara todo un universo de sensaciones. 



Allí nos encontrábamos con extraños personajes que parecían sacados de un relato fantástico: los recaderos de los vendedores que se encargaban de llevar el género de los puestos a los bares; los cargadores que portaban sobre sus cabezas varias cajas mientras que el hielo del pescado iba destilando sobre sus cuerpos un hilo húmedo y mal oliente, y los municipales que estaban siempre vigilantes para que los precios fueran los correctos. 



Aquel ajetreo constante llegaba hasta la calle, ya que en la misma puerta de la Plaza del Pescado se instalaban los vendedores de Iguales, que hasta los años setenta no se conformaban con ocupar una esquina o recostarse sobre una pared, sino que vendían cantando su producto para llamar bien la atención, empleando motes para cada número. Los ciegos se los sabían de memoria y en vez de pregonar el número que llevaban, solían utilizar el mote. “Me queda el matrimonio”, decían para nombrar el 81. “Llevo la muerte”, si tenían el 00, “La Dama y el Niño”, para anunciar el 83. Entre los que voceaban los Iguales y los vendedores del pescado que también pregonaban su género, aquel mercado era un santuario del ruido, cuanto más estruendo había, más negocio.



En aquel gran zoco de jureles, boquerones y sardinas, destacaron nombres ilustres que ya son historia de nuestra plaza como los de Juan Miras, Sebastián Tijeras, Federo, Juan González Cañadas, La Gascona, Melchor Arjona, los Polos, el Alpiste, Manolo y Juan Márquez, Paco Verdegay, Pepe Luque, Pepe el Sevillano, Joaquín el Tostón, Juan Torres, Antonio Flores, Diego el Pallano, Juan el Prado, Antonio el Redondo, Juan Beltrán, Mariano, Fernando Guerra, Joaquín el Chaté, Antonio Fernández, Lucas, Eduardo el Verano y su hermano Juan, Antonio Melchor, Juan García Forniel, Manuel Luciano, Antonio Muñoz, Pepe Marín, El Nicola, Pepe el Curro, o el Tabaquillo, fueron algunos de los muchos vendedores que formaron parte de la historia de la vieja Plaza del Pescado en  un tiempo donde se trabaja sin descanso. Hasta los años sesenta, el Mercado Central abría todos los días de la semana, a excepción del Viernes Santo. Fue en febrero de 1961 cuando se planteó el cierre obligatorio de los mercados para que los vendedores y sus distribuidores pudieran descansar al menos el domingo. La comisión de abastos emitió el informe y un mes después fue aprobado, acordándose el cierre de todos los mercados los domingos, con la sola excepción de la Plaza del Pescado, que permanecería abierta desde las nueve a las trece horas. Las nuevas normas se pusieron en vigor en marzo de 1961.



Cerraron los mercados salvo el del pescado, que continuó abriendo los domingos, pero sin rentabilidad


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