Una tarde, mientras contemplaba la ciudad desde el Cerro de San Cristóbal, unos turistas de Gerona me preguntaron el por qué de aquel abandono. No entendían que ese escenario privilegiado, ese balcón natural de la ciudad, estuviera en ruinas y lleno de soledades. “Ésto en Cataluña sería un mirador lleno de negocios y actividades culturales”, me vinieron a decir aquellos visitantes. Tal vez hubieran pensado algo parecido si hubieran visto el entorno de la Molineta y todo su esplendor cubierto de decadencia.
Los dos lugares, el Cerro de San Cristóbal y la Molineta, comparten abandono y nos cuentan una historia de la ciudad. Uno, el cerro, fue un barrio lleno de vida a los pies de un Santo, el otro, un universo rural en la periferia norte de la capital, donde la cultura del agua desarrolló una red hidráulica sin precedentes en la ciudad y un entramado de cortijos y huertas que llegó a ser conocido como la segunda vega de Almería.
En la segunda mitad del siglo XIX las acequias del llamado Canal de San Indalecio atravesaron las montañas venciendo desniveles para traer el milagro del agua a los secos cerros de la Molineta. Llegaron hasta los balcones del barranco del Caballar, frente a la Joya, dejando todo aquel mundo de canales, de acequias, de balsas, de motores, de grandes cortijos burgueses y de fértiles huertas de las que ya sólo quedan las huellas que nos siguen contando aquella historia, y que a pesar de su abandono merecen la pena ser visitadas para entender mejor lo que fuimos.
Hay una generación de niños que pasaron la infancia subiendo aquellos montes, mojándose los pies en las acequias, bañándose en las balsas, escondiéndose en las cuevas, buscando nidos, comiendo almendras y vinagreras. Hoy han pasado la barrera de los cincuenta, pero de vez en cuando regresan al lugar donde alimentaron su insatisfecha imaginación infantil. Para ellos, volver a La Molineta y atravesar la ruta del agua es recuperar el territorio perdido, el tiempo que se fue, los momentos en los que fueron felices, cuando vivían al día, desgastando con avaricia cada instante.
La Molineta ha ido deteriorándose con los años, pero aún conserva la magia de lugar remoto, tan cerca y a la vez tan alejado de la ciudad, como si por allí sólo hubiera quedado la huella de una forma de civilización antigua que no conoció más progreso que su entramado de acequias para traer el agua y su red de balsas para almacenarla.
La reina de todas, la balsa matriz que abastecía a los cortijos de la zona, sigue en pie. Es la de los 100 escalones, una obra monumental que desde fuera parece la base de una pirámide. Una de las paredes la levantaron aprovechando la cara de un cerro y las otras a fuerza de grandes bloques de piedra que trajeron de las canteras próximas. Hoy todas aquellas balsas están secas, sin rastro alguno del agua que en otro tiempo les dio la vida, pero siguen siendo el testimonio fiel de una forma de existencia que fue desmoronándose lentamente, como los cortijos derruidos que van apareciendo en la falda de los cerros o las vaquerías desde donde cada tarde bajaban la leche a la ciudad para venderla de puerta en puerta.
Los últimos vestigios del Canal de San Indalecio siguen presentes en nuestro entorno más cercano, a diez minutos del centro, y todavía estamos a tiempo de recuperarlos definitivamente. No hace falta acometer una inversión millonaria, sino un proyecto lleno de sentido común que pueda poner en valor todos aquellos parajes que son un trozo de nuestra memoria.
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