Una fuente se jubila cuando el agua deja de rozar su piedra, cuando pierde sus sonidos, cuando ya no hay niños que trepen por ella buscando saciar su sed. Una fuente sin agua es un trozo de historia muerta y verla te deja un poso de tristeza y una sensación de soledad como la que se siente cuando entre la niebla de un anochecer un tren atraviesa los silencios de una estación abandonada.
Las fuentes no se hicieron para los museos, ni para ser expuestas como reliquias en el comedor de un palacio. Una fuente necesita el contacto con la gente, las manos de los viejos, las bocas de los niños, el jolgorio de los pájaros en las largas tardes de primavera. Una fuente pierde la vida cuando se queda sin voz. Sin agua, no es más que un trozo de piedra perdido en un tiempo ajeno.
En otra época las fuentes tenían un prestigio, sobre todo aquellos surtidores de mármol blanco que formaban parte de la vida de las principales confiterías. Para los niños de antes, entrar en una pastelería tenía la magia de las grandes emociones y además del aliciente de los dulces recién hechos que se exponían como tesoros en las vitrinas de cristal, teníamos la ilusión de beber agua en la fuente de piedra. Era una sensación extraña porque uno entraba en el establecimiento pensando en la recompensa de un pastel, pero de pronto, al ver el manantial, una sed de siglos nos empujaba hacia aquel chorro discreto de agua que nos atraía con sus viejos sonidos.
Los más pequeños, que no alcanzaban al surtidor, necesitaban de la ayuda de las madres que los alzaban con los brazos para que pudieran beber. Uno de mis primeros recuerdos de infancia me lleva a la fuente de mármol de la confitería de la calle de Mariana, donde subido en una silla trataba de saciar mi sed sin conseguirlo. Uno de los secretos de las fuentes de las pastelerías es que el agua te rozaba los labios pero no llegaba a calmarte la sed.
Don Ángel, el confitero, tenía la fuente en un rincón del establecimiento, entrando a la derecha. Contaba con una llave de paso para que el agua no estuviera saliendo continuamente y para evitar que los niños entraran en tropel en la pastelería con la única intención de buscar la fuente. El dueño y sus empleados eran los que decidían quién podía utilizar la fuente, reservada casi siempre para los clientes. No tenía otra alternativa si quería evitar que el negocio se le llenara de chiquillos sudorosos que con sus carreras espantaban a la parroquia. Cuando nos cortaron el grifo de las confiterías solo nos quedó el recurso de los bares donde entrábamos a pedir un vaso de agua.
Cuando salía de compras con mi madre a las tiendas del centro, o cuando teníamos que visitar al médico, una de las mayores recompensas, además de pararme delante del escaparate de la tienda de Alfonso el de los juguetes, era entrar en ‘El Once de Septiembre’ y disfrutar de toda la magia que encerraba aquel establecimiento.
Tenía la sensación de volver atrás, de colarme en un tiempo que no conocía, envuelto en una atmósfera donde aún se respiraban las formas del comercio antiguo. Allí estaban las hermanas Carmen y Elvira Collado, tratando a los clientes como si fueran de su familia, tan preocupadas siempre por agradar, despachando sin prisas, preguntando por la salud, invitando a la gente a quedarse.
Recuerdo el poder evocador de las viejas estanterías de madera que adornaban las paredes, y sobre todo, la fuerza seductora de la antigua fuente de mármol blanco. Los niños, mientras nos comíamos el bollo de chocolate o la media luna, nos colocábamos delante de la fuente y allí, con la boca abierta, nos alejábamos del mundo sumergidos en los sonidos del agua. El surtidor nos provocaba la sed de manera inmediata, como si acabáramos de atravesar un desierto.
Cuántos labios infantiles habrían pasado por aquel manantial sereno donde íbamos dejando nuestro rastro de azúcar, merengue y chocolate. Cuántas generaciones de almerienses bebieron en aquel chorro cuando una confitería era una sucursal del cielo y un simple pastel era un acontecimiento extraordinario.
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