La imagen del Santo velaba por nosotros como un centinela que nunca descansaba. Siempre estaba allí, en el cerro principal que coronaba la ciudad, con sus manos protectoras, mirándonos a todos para que nada malo nos ocurriera. Esa era la explicación que un día nos dio en el colegio uno de los sacerdotes que de vez en cuando visitaban las aulas para comprobar que nuestra formación religiosa seguía latente entre las asignaturas de Lengua y Matemáticas.
Los argumentos del cura no me causaron ninguna sorpresa, ya que siempre tuve esa sensación desde que era niño, siempre tuve claro que aquel gigantesco Corazón de Jesús estaba colocado sobre nuestras cabezas para que fuera el ángel de la guarda de toda la ciudad.
Cuando alguien de mi familia se ponía enfermo mi madre y mis tías le pedían por su saluda a todos los santos del almanaque y en acción de gracias por el mes de mayo, cuando las tardes eran más largas, cumplían con la penitencia de subir las empinadas cuestas del cerro, que en aquel tiempo eran todavía de tierra y de piedras. Había mucha pobreza entonces y a medida que íbamos subiendo la pendiente nos íbamos tropezando con una realidad a la que la ciudad vivía ajena, a la de todas aquellas familias que a finales de los años sesenta habitaban ese arrabal en condiciones que en algunos casos llegaban a ser extremas, sin luz y sin agua en muchas viviendas, y expuestos siempre a que cualquier tormenta se llevara medio barrio por la pendiente.
El Cerro de San Cristóbal conservaba aún su esencia religiosa, aunque cada vez eran menos los fieles que subían a rezar y ya habían pasado a la historia aquellos vía crucis que de madrugada llegaban hasta los mismos pies del Corazón de Jesús.
En los buenos tiempos, miles de personas acompañaban en silencio la austera imagen del Cristo de la Pobreza que cuando atravesaba las curvas del cerro se mezclaba con familias pobres de verdad. Aquella atalaya que dominaba todos los puntos cardinales de la ciudad tenía un halo de misticismo, una aureola de espiritualidad que llegaba a su cénit en aquellos amaneceres del Jueves Santo cuando los rezos de los fieles retumbaban como un eco que bajaba de los cielos.
Cuando el vía crucis dejó de subir y las mujeres dejaron de hacer promesas con el Santo, el cerro se fue convirtiendo en un lugar pagano donde en vez de las oraciones religiosas empezaron a escucharse el estruendo de los cohetes en las noches de Feria. En los años sesenta y setenta uno de los espectáculos más importantes que se nunca faltaban en los programas de Feria era el de los fuegos artificiales que el primer sábado se organizaban en el Cerro de San Cristóbal.
La fiesta, como antes ocurría con la procesión, nos acercaba al olvidado arrabal del cerro y por una noche los niños que veníamos de la civilización que entonces representaba el centro de la ciudad, nos mezclábamos con los niños silvestres de San Cristóbal, tan aislados y tan protegidos en aquel entorno de cuestas, pencas y murallas.
Los espectáculos deportivos también se acercaron a la cumbre para competir con la religiosidad. En los años de la posguerra se organizaban carreras de ciclismo que terminaban con una espectacular ascensión al cerro. Estas carreras tenían el éxito asegurado y era tanta la cantidad de espectadores que allí se congregaba que tuvieron que dejar de organizarse por temor a que alguien se despeñara por aquellas pendientes. Se dijo entonces que el verdadero motivo de que se prohibiera este escenario para pruebas deportivas fue religioso, el malestar de la Iglesia almeriense porque los pies del Corazón de Jesús fueran invadidos por la muchedumbre sedienta de nuevos ídolos.
Entre todas las competiciones deportiva que se celebraron en el Cerro de San Cristóbal, la más importante fue, sin duda, la de motos del año 1974. El domingo 24 de febrero, tuvo lugar en Almería un espectáculo sin precedentes. El Moto Club Almería, presidido por Manuel María Bértiz, consiguió la organización dé una prueba de trial valedera para el campeonato de España. Patrocinada por la firma de motos 'Ossa', la competición se desarrolló sobre una orografía muy dura entre rocas y desniveles.Desde primeras horas de la mañana fue llegando público, que en procesión subía andando las inclinadas rampas del cerro desde la calle Antonio Vico. A las diez de la mañana, hora prevista para el comienzo, más de dos mil personas llenaban el lugar, lo que obligó a retrasar más de media hora el comienzo hasta que los asistentes no estuvieran acomodados en los lugares donde no entorpecieran el recorrido de la prueba.
Ante la masiva respuesta, la gente tuvo que acomodarse donde pudo. Fueron muchos los que tuvieron que subirse a la debilitada muralla mientras que otros optaron por el riesgo y escalaron el gigantesco pedestal donde se alza el Santo.Nunca se había visto tanto público ni se había escuchado tanto ruido junto al Sagrado.
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