Era la Puerta de Pechina de maderas nobles, forrada de cuero de buey y tachonada con dorados clavos de bronce, como la de Ninivé, descrita en el Antiguo Testamento. Fue durante cerca de dos siglo -desde que Abderramán III creara la ciudad antigua amurallada en 955- el fielato por donde ingresaban y salían los mercaderes de esa Almería islámica en la que el almuecín, desde el alminar de la Mezquita, rompía a diario el silencio. Era, aquella, la misma ciudad que ésta: la que hoy pisamos cerca de 200.000 europeos de raza blanca y un número nada despreciable de musulmanes, descendientes, quizá, de aquellos medievales mahometanos que aquí nacieron y murieron.
En ese vestíbulo de la ciudad, que se correspondería hoy con ese kiosco donde toda Almería le ha soplado a un Americano, se juntaban, probablemente al alba, encantadores de serpientes, músicos, recitadores de cuentos, que entretenían a los moradores de la Taifa, que se mezclaban con vendedores de aves, especias o almizcle.
La que sustituyó como capital de la Cora a la vieja Pechina (Bayyana), estaba poblada por 30.000 habitantes y contaba con una de las fortalezas defensivas musulmanas más grandes del continente y se había consagrado como el Puerto más enjundioso del califato, con cientos de navíos, atarazanas para construcción naval, salazones, alfarerías y comercio de seda con miles de telares, metalurgia y aceite. Años más tarde, en 1014, después de decenas de guerras intestinas, nació el Reino de la Taifa de Almería con Jairán como rey y años más tarde con el aclamado rey poeta Almotacín. Parece que ese fue el culmen de esa Almería idealizada, de la que sabemos algunas cosas, pero desconocemos otras muchas.
Toda esa, a simple vista, balsa de aceite que era la Al Maryyat de entonces, toda esa potencia naval en la que se había convertido como primer puerto califal, se vino abajo en 1147 cuando fue conquistada por el monarca leonés Alfonso VII, coronado como emperador, con la colaboración del rey García V de Navarra y del Conde de Barcelona, Ramón Berenguer IV, a la sazón su cuñado. También participaron en el asedio a la lejana Almería, que se había convertido en un peligro para los intereses cristianos por su pujanza y por ser lugar de fondeadero de corsarios, el Conde de Montpellier, caballeros de la Orden del Temple y las fuerzas navales de Pisa y Génova.
El ataque a los ‘infieles’ almerienses, acaudillados entonces por los almorávides y el almirante Ibn-Maymun, adquirió rango de Cruzada otorgado por el Papa Eugenio III y el juglar gascón Marcabrú fue yendo de corte en corte cantando los preparativos y la excelencia de aquella empresa, a través del conocido como Canto del Lavador, al que un almeriense, Eduardo Paniagua, le puso música en 1975.
Para la posteridad quedó el relato de esta ‘hazaña bélica cristiana’ a través del Cantar de la Conquista de Almería o Poema de Almería, cuya autoría no fue nunca aclarada, aunque fue atribuida, sin grandes fundamentos, a Arnaldo, obispo de Astorga, participante también con su espada, como monje soldado en la batalla.
Solo se conserva un original de ese cantar de gesta medieval almeriense, en la Catedral de Toledo, escrito en hexámetros latinos, como La Odisea de Homero, y con una antigüedad mayor que la del Cantar del Mío Cid, según algunos estudiosos. Sobre el texto han trabajado autores como Cipriano Gómez Aniceto, José Angel Tapia, Florentino Castro Guisasola, Juan José Tornes y Antonio García Vargas.
Sin embargo, el cantar se interrumpe -faltan ocho páginas- justo en el inicio del asedio de Almería. De éste sabemos a través de otros autores árabes como Abd-Al Wahid y textos del relator genovés Caffaro.
Fue una tarde de octubre de 1147 cuando se vieron aparecer en el horizonte marino las naves aliadas que acamparon extramuros de la ciudad, junto al antiguo cementerio musulmán. Desde allí, las tropas comandadas por Alfonso VII- que tiene a su nombre la calle más pequeña de Almería frente a la Puerta catedralicia de Los Perdones- empezaron a montar catapultas y arietes y a lanzar bolardos contra los muros. “Era tan apretado el cerco, que ni las águilas podían entrar”, relata Caffaro.
Los cristianos hicieron brechas en las murallas del Cerro de San Cristóbal y más de 20.000 musulmanes se refugiaron en el recinto y alrededores de La Alcazaba.
Cayó Almería y los sitiadores, destrozaron sus riquezas, expoliaron su patrimonio, pasaron a cuchillo a la mayoría de sus habitantes varones e hicieron cautivos a las mujeres y a los niños.
Almería, tan alejada aún de las rutas de la reconquista castellana, se convirtió así en una de las mayores proezas bélicas para la cristiandad.
En la Alcazaba quedó una guarnición compuesta por 1.000 genoveses a las órdenes de Otón de Bonvillaro bajo la soberanía del rey leonés y en los Anales Toledanos Primeros aparece Alfonso VII como Rey de León, de Toledo y de Almería, en un códice manuscrito que se conserva en la Biblioteca Nacional de Madrid.
Los vencedores despojaron a Almería de todos sus objetos de valor y los destrozos de esa guerra, la paralización de su industria de sedas y de su tráfico marítimo, la postraron para siempre y ya nunca pudo volver a su esplendor Omeya y como Taifa. Los almohades recuperaron por las armas Almería para el Islam en 1157, una década después.
Antes, el conde de Barcelona arrancó la Puerta de Pechina, donde se apostaban los mercaderes, y se la llevó al portón de Santa Eulalia, donde más de un siglo después de edificó la muralla medieval barcelonesa y pasó a llamarse de La Boquería, donde hoy está el mercado, junto a Las Ramblas de la Ciudad Condal. Allí permaneció durante siglos la puerta almeriense robada a los moros, hasta que en 1588 la trasladaron a la capilla vieja de la Universidad y se le perdió la pista. Lejos de parecer una leyenda, está documentado por autores como Pujades, Torres Balbás, Pablo Piferrer, Pi Margall y Bernabé Morcillo. Al igual que Alfonso VII se llevó labradas vajillas, ricas estofas de seda y parte de la Mezquita a Las Huelgas, en Burgos. Los genoveses arramblaron con dos puertas también de bronce y la lámpara principal de La Mezquita.
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