Antonio el peluquero (y II): Los caminos hacia la paz interior

Antonio Díaz se retiró en pleno éxito profesional: se fue en busca de la vida sencilla

Antonio Díaz González junto a su hija, María del Mar.
Antonio Díaz González junto a su hija, María del Mar. La Voz
Eduardo Pino
13:42 • 27 mar. 2019

1968 fue un año de revoluciones. A Almería solo nos llegaron los ecos de lo que sucedía en Francia, pero también tuvimos nuestras pequeñas agitaciones internas: el primer hotel de lujo frente al Parque y el puerto, el aeropuerto que nos debía de sacar del aislamiento, y la puesta en marcha de la peluquería de Antonio Díaz en un piso de lujo del Paseo



Un decorado moderno pensando en esa mujer nueva que empezaba a salir del anonimato de épocas anteriores: tecnología de última generación con secadores que acortaban el tiempo, y sobre todo, los nuevos conceptos de entender el oficio que Antonio el peluquero se había traído de su experiencia con Llongueras en Barcelona y de sus viajes anuales al extranjero buscando otros caminos.



Antonio Díaz fue, por encima de todo, un profesional innovador con una mente adelantada a su tiempo, abierto siempre a los cambios, a todo lo que significara seguir mejorando. 



El cambio de escenario que supuso dejar el local de la calle Gravina para instalarse en el Paseo fue el salto definitivo que hizo de su fama una leyenda, aunque él nunca quiso destacar del resto ni se vanaglorio de sus éxitos. Su salón era un punto de encuentro de las señoras de la alta sociedad y un reclamo para las artistas que visitaban a Almería. Allí, entre Simago y el cielo, su negocio siguió creciendo: tres empleadas, nuevos aparatos, departamento de cosmetología y días intensos de trabajo que lo iban dejando sin tiempo. De vez en cuando se fugaba y se iba a París con el pretexto de renovarse o se refugiaba del mundo en su cortijo de las Lomas, en el camino del cementerio. 



Lo tenía todo: fama, dinero, reconocimiento y una familia unida, pero le faltaba ocuparse de ese pequeño dios interior que le empujaba a leer, a escribir, a soñar y a mirar a las estrellas. “Señor, no me hagas aspirar a una gloria envilecida y ayúdame a no entrar en esa jungla donde se manifiestan los más bestiales instintos del hombre: codicia, abuso de poder, orgullo, celos, violencia... y todas aquellas cosas que tú señalaste como raíz de todos los males”, dejó escrito.



Un día, cuando solo tenía 47 años, decidió retirarse. No era un retiro profesional, era un cambio de rumbo, la búsqueda de nuevos caminos hacia la felicidad, siguiendo los pasos de ese dios interior que tanta fuerza fue cobrando en su vida. “Libérame Señor de las cosas que considero mías, porque son ellas las que me poseen y me deprimen, de la autosuficiencia que envanece, intoxica y embrutece, y hazme comprender que la vida es tan frágil que un soplo de viento la hace desaparecer como desaparece una huella en la arena del mar”,  anotó en su cuaderno personal.



En 1975 cerró la peluquería y se marchó con su amigo Jesús de Haro a Nueva York, a casa del poeta Ángel Berenguel Castellari. Cuando regresó, decepcionado por las diferencias sociales que allí encontró, inició una retirada definitiva y se refugió en Bacares, el pueblo de su mujer. Se compró una casa, empezó a pintar y a escribir sus pensamientos. Conversó con las piedras del castillo de Bacares y terminó una historia del pueblo publicada con el título de ‘La perla de los Filabres’. 



Lejos de las obligaciones, apartado de cualquier ambición terrenal, Antonio el peluquero fue recorriendo esos caminos que lo llevaron a la paz interior que buscaba, arropado por su familia. “Gracias Señor por haber puesto en mi camino a una esposa que ha sabido colmar de felicidad las carencias de amor que hasta nuestro encuentro padecí. Gracias por una vida de comprensión y ternura fruto de la cual han nacido dos hijos maravillosos”, escribió.


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