La Garrofa era para los jóvenes de hace cincuenta años un escenario remoto, un lugar lejano, perdido entre las rocas de la carretera del Cañarete. Antes de que arreglaran la carretera, antes de que hicieran los túneles, antes de que aquel rincón frente al mar se acercara un poco más a la ciudad, decir que íbamos a la Garrofa nos dejaba en la boca el regusto de las grandes aventuras.
Los niños íbamos a la Garrofa a escondidas, sin permiso, conscientes de que estábamos desafiando las normas de nuestra casa, pasándonos por el forro de nuestros caprichos los consejos de nuestras madres que antes de salir de las casas nos advertían que no llegáramos ni al Parque. Si el Parque y el puerto ya quedaban lejos, y formaban parte de esta lista de escapadas furtivas, la Garrofa era como emprender una fuga.
Era esa condición de lugar apartado, de escenario prohibido, lo que le proporcionaba un toque de atracción irresistible. Era arriesgado ir hasta allí porque significaba rebelarse contra la autoridad materna, salirse de la ciudad y entrar en un terreno desconocido lleno de atractivos y a la vez de posibles peligros. La Garrofa, en aquellos años, era un territorio donde se ejercía la vigilancia. Por allí rondaban a diario las patrullas de la Guardia Civil que habitaban el puesto de costas que existía junto a la carretera. Ellos vigilaban para que todo estuviera en orden, todo lo contrario que los niños y los adolescentes que nos escondíamos entre las piedras del precipito para ejercer otro tipo de vigilancia, la de los mirones empedernidos. No mirábamos la playa, ni la visión poética de las olas cuando rompían sobre los promontorios rocosos del acantilado; no buscábamos la belleza de un amanecer reflejado sobre el agua, ni el silencio de los atardeceres cuando los últimos rayos del sol iban pintando el mar de colores; los niños nos escapábamos a la Garrofa por el placer de esa doble aventura que significaba llegar tan lejos y mirar a las extranjeras.
Siempre había en tu barrio algún muchacho que tras una incursión en bicicleta por las curvas del Cañarete llegaba contando que había asistido al milagro de un cuerpo desnudo. “Júralo”, le decíamos, y él nos relataba paso a paso la escena de aquella turista que creyendo estar en el paraíso se ponía y se quitaba el bikini con una naturalidad a la que no estábamos acostumbrados.
A veces, en invierno, nos gustaba ir a la Garrofa para disfrutar de su condición de sitio escondido que nos permitía a nosotros escondernos del mundo. El lugar tenía su puente pintoresco colgando en el barranco y unas viejas casuchas que en otro tiempo habían sido las viviendas de los carabineros que vigilaban la costa. A finales del siglo diecinueve, formaron un pequeño cuartel con seis carabineros bajo las órdenes del sargento Juan Castro Hernández, que se hizo célebre en la época por su habilidad para cazar a los contrabandistas que aprovechaban la noche para intentar cruzar con las mulas hasta Almería cargados de tabaco.
Después de la guerra, cuando el cuerpo de carabineros desapareció para integrarse en la Guardia Civil, el puesto de vigilancia costera fue protegido por los miembros de la benemérita. Verlos al anochecer, con los fusiles sobre el hombro y media cara oculta, causaba impresión. La leyenda negra de La Garrofa pasaba también por haber sido el escenario de brutales crímenes de guerra en la noche del 15 al 16 de agosto de 1936.
Para recordar la memoria de las víctimas, el 20 de noviembre de 1954, siendo Gobernador Civil Ramón Castilla Pérez, se inauguró frente a la playa un mausoleo en honor de los hombres caídos en aquel rincón, con una lápida donde aparecían los nombres de las víctimas y una cruz que coronaba el monumento.
Es fácil entender que a muchos les causara respeto acercarse a aquel paraje, tan poco accesible. Tuvieron que pasar los años para que el destino de la Garrofa cambiara de rumbo y que la gente descubriera sus incalculables valores paisajísticos. En 1958, un importante empresario almeriense, Juan Navarro Hanza, en un viaje que realizó por Alemania, conoció una nueva forma de hacer turismo, los campings, y pensó en crear uno en Almería. Fueron tres años de trabajo y dos mil camiones de carbonilla para acondicionar rincones y caminos y convertir la zona en un paraje que conservando su atractivo natural y su tranquilidad, fuera cómodo para los turistas.
La Garrofa se transformó en el camping de Almería y tuvo una excelente acogida por un tipo determinado de turistas, aquellos que buscaban el pleno contacto con la naturaleza y huían de los grandes núcleos como Marbella, Torremolinos o Benidorn.
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