Los grandes amores del Juanico Ros

El gran Juanico Ros con su chándal de ‘mister’ con uno de los equipos del Valdivia.
El gran Juanico Ros con su chándal de ‘mister’ con uno de los equipos del Valdivia.
Eduardo de Vicente
07:00 • 15 jul. 2019

Ahora que se han vuelto a encontrar las viejas glorias del fútbol del barrio de La Chanca y de la Plaza Pavía, mi memoria me lleva directamente hacia un personaje que desde que yo era niño formaba parte del fútbol como el balón, la portería y el terreno de juego. Su nombre es Juan Fernández Ros (1943), pero toda la ciudad lo ha conocido siempre como ‘el Juanico Ros’, el ermitaño del fútbol.



Juan Ros era ante nuestros ojos el entrenador universal al que no le hacía falta ningún título ni ningún reconocimiento para ponerse en la banda y dirigir a su equipo a su manera, como sólo él sabía hacerlo. Los niños, cuando íbamos a ver un partido del Valdivia teníamos una doble sesión de entretenimiento: el juego en sí y el espectáculo que ofrecía el gran Juanico Ros que no paraba de ir y venir, que no cesaba ni un instante de dar órdenes poniendo el alma en cada frase como si en cada balón se estuvieran disputando la Copa del Mundo. 



A la fiesta se unía siempre algún aficionado que desde la grada le recordaba a ‘Mister Ros’ que se había cambiado de camiseta dejando el Valdivia y fichando por el Pavía. Porque ‘el Juanico’ no se fue al Pavía, él fichó por el Pavía aunque nadie le diera un duro jamás ni formara parte de ninguna directiva ni del cuerpo técnico oficial. Poca falta le hacía. Él era el entrenador total, el entrenador de todos los equipos, un lujo que solo estaba a su alcance. Lo mismo dirigía por la mañana a los infantiles que por la tarde le dabá órdenes al primer equipo, a veces desde el ambigú con un bocadillo y un botellín de cerveza en la mano.  “Vamos, saliendo y dejando en fuera de juego”, gritaba con ese gesto característico suyo, ladeando la cabeza. Había momentos que hablaba para un lado y miraba para otro. Dirigía la voz al terreno de juego como queriendo dar una orden y volvía la cabeza hacia las grada para asegurarse que el público también estaba escuchando su mensaje.



Juanico Ros ha vivido el fútbol como un profesional, aunque nunca  ha cobrado una peseta, tan sólo las invitaciones que los amigos le regalaban cuando se pegaba al ambigú. Él sabía el momento exacto para acercarse a la barra, para entablar conversación con algún aficionado generoso al que no le importara pagarle dos o tres cervezas a cambio de gastarle un par de bromas.



Juanico Ros ha sido y sigue siendo todo un personaje, tan conocido que si alguna vez se lo llevan de viaje con los juveniles, a Málaga, a Granada, a Jaén, allí donde va la gente lo reconoce como si se tratara de un viejo mito del fútbol. Y es que Juan tiene algo de mito, pero de mito callejero, forjado en los arrabales de La Chanca, en los anchurones del puerto y de la Plaza de Pavía, en la peluquería del Tito Pedro y en  los barracones del mercado mañanero donde los jubilados organizan sus partidas de dominó. 



Los niños de antes, que no tenían consideración ni de las grandes estrellas, solían meterse mucho con Juan Ros cuando atravesaba las callejas del barrio camino del campo de la Calamina. Llegaron hasta hacerle un himno con la música de la popular canción de Guantanamera. La letra, más o menos, venía a decir lo siguiente: “Juan Carabela, Juanico Ros, Carabela”...



También le asignaban una serie de motes que al bueno de Juan lo irritaban. No le gustaba que le dijeran aquello de “Juanico Ros, carabela pestosa, rey del Perú, Caballo Loco, ojo trueno”.



Su trayectoria futbolística ha trascurrido siempre en las bandas de los campos de fútbol. Su territorio ha sido la línea de cal, tan pegado al terreno como si fuera la sombra del juez de línea. En ese escenario Juanico Ros crecía y sacaba del anonimato el entrenador que nunca pudo ser, el estratega furtivo que a veces se convertía en la pesadilla de su propio entrenador. Porque a Juan Ros le gusta ordenar, colocar a los jugadores en el campo, mandar el repliego por líneas cuando el contrario le roba la pelota, y los niños no saben si las órdenes le llegan de su técnico verdadero o del sucedáneo. 


Cuentan los que mejor lo conocen que su relación con el Pavía es una historia de amor y desamor difícil de entender. Sus comienzos en el fútbol fueron en el Pavía, pero en los años sesenta lo dejó todo para marcharse al Valdivia, el club rival, representante del barrio de los pescadores. 



Temas relacionados

para ti

en destaque