De la primera noche que fuimos al cine

Eduardo de Vicente
07:00 • 16 jul. 2019

Uno se acuerda siempre de la primera vez que se fumó un cigarro, de la primera vez que besó unos labios que no eran los suyos, de la primera vez que pedaleamos en una bicicleta sin ayuda, del primer día de escuela, de la primera feria que nos dejaron ir con los amigos y de esa primera vez que de la mano de nuestros padres fuimos a una sala de cine.



Ir al cine era tan emocionante o más que ver después la película. Ir al cine significaba hacer algo extraordinario, salir de la monotonía de los juegos de la calle y entrar en un universo tan sugerente que con solo escuchar en tu casa  que esa noche íbamos a ir al cine era suficiente para que de pronto se te metiera en el estómago esa sensación de vértigo y felicidad que solo es posible sentir en la infancia. 



Ir al cine era  poner en pie de guerra todo nuestro repertorio de emociones infantiles, abrir de par en par todas las ventanas de nuestra imaginación y dejar pasar los sueños. Empezábamos a ir al cine cuando por la mañana corríamos hasta la puerta de la sala para ver las carteleras que colgaban al lado de la taquilla. Mi primera vez fue en una terraza de verano y mi primera película fue una de pistoleros, porque en aquel tiempo, a finales de los años sesenta, casi siempre echaban una de pistoleros o una de indios. 



La víspera se vivía intensamente, contando las horas para que llegara la noche. Cuando por la tarde salíamos a la calle a jugar con los otros niños, todo el mundo se enteraba de que íbamos al cine y más de una vez algún vecino acabó sumándose a la fiesta. 



Entonces era algo habitual, para que nuestras madres nos dejaran ir al cine sin ellas, que la madre  de un amigo se acercara a nuestra casa para que nos dieran el salvoconducto necesario. “Venga, déjelo usted, si después lo acompañamos hasta la puerta”, era una de las frases que se utilizaban para que nos dieran permiso.



La película se vivía en varios escenarios. Se vivía en las carteleras donde siempre aparecían los fotogramas del ‘muchachillo’; se vivía cuando empezaba a anochecer y te colocabas delante de la taquilla para sacar la entrada. Qué mundo aquél, con las luces de la terraza invitándote a la fiesta, con la presencia del carrillo del vendedor ambulante al que nunca le faltaban los paquetes de garbanzos ni esa modernidad de la época que fueron las bolsas de kikos. Con la entrada en la mano uno se sentía más importante y cuando por fin atravesabas la puerta tenías la sensación de que penetrabas en un universo diferente. Llevo grabado en la memoria el perfume de aquella primera vez en la terraza Imperial, con el olor de las buganvillas y de los jazmineros empapándote los sentidos, con la imagen borrosa del ambigú que a media luz mostraba todos sus tesoros antes de que empezara la función. El hombre que pasaba entre las filas con el cubo de metal donde llevaba las gaseosas cubiertas de hielo; la música que sonaba de fondo. Era costumbre en las terrazas de cine que media hora antes de las películas sonaran las canciones de moda, las que estaban pegando fuerte en ese verano, que tanto nos gustaban a los niños. 



Habíamos vivido la emoción de las carteleras, de la taquilla, de la entrada al recinto, del encuentro con la pantalla y con aquel solar con el suelo de tierra y las sillas de madera. Habíamos disfrutado de las vísperas y de pronto, a la hora prevista, el corazón nos daba otro vuelco cuando de pronto se apagaban las luces y se iluminaba la pantalla. 



Antes de la película programada solían proyectar los tráilers en los que el empresario de la sala iba anunciando al respetable las próximas películas. Mientras que veíamos los tráilers con la boca abierta solíamos recurrir con frecuencia a la frase: “A esa tengo que venir”, sobre todo si era de acción o del Santo el Enmascarado de Plata, que eran las películas fetiche de Juan Asensio cuando puso la Terraza Moderno.

Empezaba la película y bajo el cielo estrellado de agosto el sonido de los caballos trotando se mezclaba con el suave chasquido que en la boca de los niños producían los trozos de maíz tostado. Aquellas noches de cine olían a jazmín, a bolsas de kikos y a gaseosas de naranja ‘made in Almería’.


La primera vez que fui al cine fue a la Terraza del Imperial a ver una película de espías. Las emociones acumuladas a lo largo de toda la jornada fueron tantas y tan intensas, que llegué tambaleándome a la última media hora. Sin poder evitarlo, iba dando cabezadas en la silla de madera, tratando de disimular el sueño invencible. Mi madre me puso una rebeca para que no tuviera frío y mientras que me protegía contra su cuerpo, me decía: “Ya no vienes más”. Entonces daba un salto y trataba de incorporarme sabiendo que aquello era una batalla perdida, mi cuerpo y mi mente habían volado hacia otra sala, la del cine  de las sábanas blancas.



Temas relacionados

para ti

en destaque