La estrecha juventud de las abuelas

Se hacían viejas antes de tiempo, envueltas en sus lutos y encerradas en sus casas

Una abuela asomada a la puerta de su casa en la calle Potera, en  el corazón del barrio de La Chanca.
Una abuela asomada a la puerta de su casa en la calle Potera, en el corazón del barrio de La Chanca.
Eduardo de Vicente
22:42 • 04 sept. 2019 / actualizado a las 07:00 • 05 sept. 2019

Una de las conquistas de esta época ha sido estirar la juventud como si fuera un chicle. Los avances sociales, el progreso de la medicina y la consiguiente sociedad del bienestar que vino de la mano nos han permitido llegar más lejos y con más calidad de vida. Vivimos más y mejor y tenemos la posibilidad de sentirnos jóvenes aunque el calendario se empeñe en decirnos lo contrario.



Recuerdo, cuando yo era niño, que las mujeres de clase humilde, que entonces eran mayoría en los barrios, se hacían viejas prematuramente y que a nuestros ojos, una de aquellas abuelas nos parecían ancianas aunque muchas de ellas no tuvieran más de sesenta años. Se hacían viejas antes de tiempo, envueltas en sus lutos y encerradas en sus casas. Llevaban marcadas en sus rostros todas las tragedias familiares y todos los problemas diarios que se gestaban en las casas. 



Un día sufrían la pérdida de un ser querido y se vestían de negro para siempre, con ese luto riguroso de aquel tiempo, un luto sin concesiones, un luto medieval que apenas permitía un resquicio. El pañuelo negro con el que se cubrían la cabeza, el vestido oscuro que era más hábito que vestido, las zapatillas negras sin ningún tipo de adorno y aquellos eternos mandiles que llevaban atados a la cintura y que solo se quitaban cuando salían a la calle. Los mandiles de las abuelas olían a niño, a comida recién hecha, a jabón de lavar la lopa y a lejía.



Tengo todavía presente el caso de mi abuela materna, que había convertido el color negro en una segunda piel. Utilizaba tanto el luto que el día que entré a su casa y la vi con un camisón blanco me costó trabajo reconocerla. Sin el pañuelo oscuro, con el pelo suelto y la cara descubierta, parecía una mujer mucho más joven. Pero ella volvía a sus lutos, enclaustrada en esa vieja costumbre, heredada de sus antepasados, de parecer mayor de lo que realmente era. 



Mi abuela, como tantas mujeres de su tiempo, fue joven mientras estuvo trayendo hijos al mundo. Cuando murió su hermano se puso el luto y ya nunca se lo volvió a quitar porque siempre llegaba una muerte que lo justificaba. Padecío el luto oficial que se imponía tras la pérdida de un ser querido y ese otro luto moral que en muchas familias dejó la guerra. El desarraigo de los que se vinieron de los pueblos y dejaron sus tierras a cambio de nada, las estrecheces de la ciudad, el racionamiento, el hambre, la incertidumbre, los miedos, fueron motivos suficientes para que nuestras abuelas siguieran con el color negro de por vida. 



Todas aquellas mujeres tenían en común sus padecimientos. “No sé como tiene pellejo con todo lo que ha pasado”, decía con frecuencia mi madre cuando se refería a mi abuela. Había pasado y seguía pasando,  porque las abuelas sufrían por todo y por todos como si fuera una penitencia que les había impuesto la vida.



Cuando en mi casa alguien caía enfermo, aunque solo fuera un simple resfriado  o un dolor de muelas, mi abuela se ponía a temblar y esa tarde, a la hora del rezo del rosario, le pedía a la Virgen por la salud de su nieto. Sufrían por los enfermos y por los sanos, sufrían cuando nos retrasábamos y llegábamos tarde a la casa por primera vez, cuando aparecíamos con una herida en la rodilla o con una ceja abierta, cuando nos daban el primer suspenso que siempre era por culpa del maestro. Sufrían cuando se retrasaba el hombre del recibo de los muertos, cuando se iba la luz en una tormenta y cuando el hombre del tiempo anunciaba una tormenta fuerte en Almería. 



Las abuelas de mi barrio se reunían en las puertas de las casas en las tardes apacibles de invierno. Sacaban una silla y se ponían a tomar el sol antes de que el sol se hiciera insoportable. A veces, mientras hablaban con las vecinas y se contaban sus vidas, se relajaban, se dejaban los pañuelos negros en el dormitorio y mostraban sus rostros verdaderos que siempre eran más jóvenes sin el luto de por medio. Recuerdo los ojos negros y profundos de mi abuela, en los que aún se podía descubrir el último destello de aquella juventud que perdió de forma prematura. 


Temas relacionados

para ti

en destaque