Todavía, en las primeras décadas del siglo diecinueve, la ciudad se regía por el reloj de la Catedral y por la campana de la Torre de la Vela. Desde las dos torres se ordenaba la vida de la gente: la llegada de los barcos, los turnos de riego en la vega, los despertares, el ángelus, la hora de irse a dormir.
Todos los días, a las doce de la noche, el reloj de la Catedral daba pausadamente sus campanadas y la campana de la Vela las repetía. Las doce de la noche de hace un siglo y medio era como decir la madrugada. A esa hora la ciudad dormía en medio de un silencio rotundo que solo se alteraba por las voces de los serenos, que en esos momentos iban pregonando: “Ave María Purísima. Las doce y sereno”.
Los toques de las campanas llegaban entonces a todos los barrios porque la ciudad se comprimía en una estrecha franja de terreno que iba desde la Chanca al cauce de la Rambla, desde el Quemadero a las Almadrabillas. Los habitantes de la vega se dejaban llevar por la campana de la Torre de la Vela que sonaba con más fuerza y llevaba sus latidos hasta los cortijos del río. La historia de esta campana estuvo también marcada por sus silencios, por épocas en las que dejaba de sonar y la ciudad se quedaba sin centinela. Ya en septiembre de 1842, la corporación municipal acordó “que la campana que se halla situada en La Alcazaba vuelva a marcar por las noches con sus toques las horas en los intermedios de éstas, y la aproximación de naves de guerra durante el día, u otras novedades de importancia” Las autoridades acordaron también, para evitar el absentismo del campanero, algo habitual en esa época, establecer un sueldo como incentivo para el cumplimiento de su trabajo.
Las campanas se colaban en las casas. Eran el reloj de las familias y la referencia que tenían los niños de aquel tiempo para saber cuándo tenían que volver a sus casas. En los veranos, las madres dejaban jugar a los niños de noche en las calles hasta que oyeran el primer toque de la campana de la Alcazaba, justo a las diez de la noche. Era la señal también para que los novios abandonaran las casas de sus prometidas. Sonaba la campana de la Vela y la noche se echaba de pronto sobre la ciudad. Las calles se iban quedando vacías en medio de las tinieblas por la escasa luz que desprendían las humildes farolas de aceite.
Ocurría con relativa frecuencia que el reloj de la Catedral se resfriaba, bien adelantando sus manecillas a la carrera o bien retrasándolas, una maniobra que sembraba el desconcierto entre los vecinos. En el otoño de 1848 los muelles del reloj estaban tan flojos que a cada momento se descomponían, dejando la ciudad desorientada.
Cuando la avería se prolongaba las autoridades contrataban al campanero para que subiera a dar las horas a mano. Fue entonces cuando algunas voces importantes pidieron que se instalara un reloj en el Ayuntamiento. Antes de que terminara el año, a comienzos del mes de noviembre, el nuevo reloj de la ciudad ya estaba colocado en la torre más alta de las Casas Consistoriales. Su historia no se diferenció mucho de la del reloj de la Catedral y estuvo marcada por las averías, tantas que a comienzos del siglo veinte la ciudad tuvo que afrontar la adquisición de un nuevo reloj municipal.
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