Por el puerto rondaba el niño limpiabotas, siempre con aire fatigado, tirando a duras penas de una vieja caja de madera con reposapiés donde guardaba un cepillo desgastado y varias latas de betún. Los otros niños, los que los domingos paseábamos por el muelle vestidos de limpio de la mano de nuestros padres, lo mirábamos con lejanía y sospecha, como si dentro de aquel cuerpo infantil, debajo de aquella vestimenta desaliñada, se escondiera un adulto.
Los niños que trabajaban, los niños que dejaban de serlo porque la necesidad les apretaba, tenían un gesto envejecido, como si en cualquier esquina se hubieran dejado el último rastro de inocencia. Eran hombres prematuros, como aquel niño betunero con la cara ennegrecida por el sol y la falta de higiene, que los domingos por la mañana se iba al puerto a ganarse el pan. Qué distante estaba de nuestro mundo de niños de la clase media, que bien vestidos, oliendo a colonia y con una moneda en el bolsillo, íbamos a ver los barcos y a jugar con todas nuestras necesidades cubiertas.
La estampa del niño limpiabotas fue la primera lección que a muchos de nosotros nos enseñó la vida. Recuerdo cuando mi madre me dijo: “Ves, mira ese niño, tan pequeño y teniendo que trabajar para poder comer”. Con aquellas palabras mi madre me quiso decir que yo no tenía derecho a quejarme porque iba al colegio a diario o porque siempre me llamaba para hacer los recados a la hora del juego callejero. Seguramente, el niño del betún había olvidado ya lo que era el juego y jamás había pasado por el colegio. Sentado en un trozo de madera, con la caja de herramientas entre las piernas, aguardaba con paciencia a que un cliente le diera trabajo y le dejara una buena propina en el bolsillo.
No sé si cuando nos miraba lo hacía con envidia o si por el contrario sentía lástima de nosotros que para ir al puerto teníamos que hacerlo de la mano de los mayores. Lo que sí recuerdo es que yo lo miraba con cierta admiración porque se desenvolvía con descaro entre la gente, porque manejaba el cepillo y la gamuza con habilidad, porque llevaba un cigarrillo entre los dedos y porque al día siguiente no tendría que soportar la disciplina del colegio.
El niño limpiabotas pertenecía a un viejo oficio que en algunos barrios era toda una tradición. Si uno busca en el padrón de habitantes de los años de la posguerra podrá comprobar que en el arrabal de la Chanca el que no era pescador era betunero. Esta eclosión del oficio estuvo relacionada con los años más duros de la posguerra, cuando la pobreza y la falta de expectativas de los obreros propiciaron que el número de limpiabotas se disparara, apareciendo betuneros de aluvión que con cuatro harapos, un cepillo y un poco de betún se dedicaban a perseguir clientes por los cafés. Ante el caos que originaban tantos indocumentados ejerciendo el oficio, el alcalde, Vicente Navarro Gay, dictó unas normas de obligado cumplimiento como el uso de la chapa identificativa como licencia para poder realizar su trabajo.
Las autoridades hicieron también hincapié en la uniformidad de los betuneros para que fueran debidamente vestidos y aseados en su oficio de cara al público: “Con miras a que Almería se ofrezca a la vista de sus visitantes y de sus propios habitantes con el obligado aspecto de limpieza y ornato que corresponden a la cultura e importancia de nuestra ciudad, he acordado regular la venta ambulante”, decía el escrito de la alcaldía.
Se dispuso que todos los betuneros llevaran bata oscura y que desempeñaran su oficio afeitados y pelados al cero. Durante unos meses el gremio de limpiabotas de Almería parecía sacado del mismo colegio con sus batas grises y bien pelados. Por aquellos años el oficio aún no estaba incluido en los beneficios de la seguridad social, por lo que en 1945 las autoridades decidieron entregar a cuarenta limpiabotas las pólizas de renta vitalicia que les aseguraran su jubilación. Poco a poco la vieja profesión se fue organizando, aunque resultara a veces imposible controlar a los betuneros furtivos y a los menores de edad que trabajaban a escondidas.
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