En medio de aquella travesía del desierto que para la mayoría de los niños suponía el comienzo de cada curso, una de las pocas ilusiones que nos proporcionaba la escuela era la de descubrir los libros nuevos de ese año.
No era lo mismo tener libros recién sacados de la imprenta que recurrir a los de un hermano mayor o a los que te prestaba un vecino. El libro nuevo era como un regalo solemne que te obligaba a asumir la responsabilidad de cuidarlo desde que salías de la papelería con la mercancía debajo el brazo.
Ir a comprar los libros era una ceremonia que culminaba cuando llegabas a tu casa y los ibas ojeando. Abrir un libro nuevo te llenaba de sensaciones: el olor todavía fresco de la tinta; la fragilidad del papel inmaculado que se te quedaba pegado en la yema de los dedos; la belleza de las fotografías que te hacían más amenas las horas de estudio.
Esos instantes llenos de magia que te proporcionaba el libro por estrenar no se disfrutaban cuando era un libro heredado. Los libros de otros llevaban impreso un perfume forastero y solo con abrir la primera página ya comprendías que aquel libro nunca sería tuyo del todo porque llevaba el sello de otro dueño: otro nombre y otros apellidos, la mancha de alguna merienda lejana, o algún corazón pintado con colores donde aún se podía leer un nombre de mujer.
Los libros nuevos eran el gran atractivo del comienzo del curso y la misma tarde que los comprábamos intentábamos hacerlos inmortales colocándoles encima los forros que entonces estaban de moda. Había que forrar los libros como si fueran un tesoro, como si nos tuvieran que durar toda la vida, una aspiración que en muchos casos no fue exagerada, ya que hay quien conserva aún los libros de texto de la infancia como si fueran una auténtica reliquia.
El libro que más me marcó en mi etapa escolar fue el de lectura de sexto de E.G.B, llamado ‘Senda’, en el que descubrí mi vocación de lector. Su descubrimiento fue tan inolvidable como el día que me compraron mi primer atlas, en el que aprendí a volar y a navegar por todos los cielos y los mares de la Tierra.
En ese capítulo de libros que me dejaron huella ocupa un lugar privilegiado un viejo libro heredado de mis hermanos mayores que se llamaba ‘Vela y Ancla’. Apareció por primera vez en el año 1958 cuando la editorial Doncel sacó al mercado esa auténtica joya donde además de las espléndidas ilustraciones de Celedonio Perellón, se incluían textos de Azorín, Baroja, Unamuno y Machado, entre otros grandes escritores, que eran la esencia de la obra, por encima de las obligadas alusiones al régimen. ‘Vela y Ancla’ venía a ser la versión moderna de los viejos libros de Formación del Espíritu nacional de la posguerra.
Los libros formaban parte de nuestro inventario cotidiano y en cierto modo nos hacían menos traumáticos los comienzos de curso, al contrario que ocurría con la tarea, que nos amargaba las tardes después de la merienda. Teníamos dos caminos: hacer la tarea antes de irnos a jugar a la calle o dejarla para el final. Había muchas madres que no nos concedían la libertad hasta que no dejáramos hechos los deberes. A veces, para perder menos tiempo, hacíamos la tarea a la vez que nos tomábamos el bocadillo, con el riesgo de que el cuaderno y el libro quedaran marcados por un rastro de mantequilla o de chocolate. Llevo grabada en mi memoria la desesperación que sentía cuando a través de la ventana de mi casa escuchaba las voces de los otros niños del barrio que ya habían empezado a jugar mientras yo seguía atado al cuaderno, anclado en esa maldita multiplicación con decimales que no me salía.
La tarea era una obligación innegociable. Pobre de aquel que al día siguiente se presentara en la clase sin los deberes hechos, sobre todo si tu colegio era privado y tenías que sufrir la rigurosa disciplina con la que entonces se empleaban los maestros. Te jugabas el castigo de la palmeta, el del cuarto de las ratas, el de no salir al recreo, el de quedarte en la escuela después del horario oficial, y otro más duro aún, el tener que pasar por el despacho del director.
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