Morirse nunca fue barato. A lo largo de los siglos la muerte ha sido un negocio seguro del que nadie se ha podido escapar. Además del dolor por el ser querido, las familias han tenido que soportar siempre el desconsuelo que producía enfrentarse a esos gastos obligatorios para que el finado pudiera coger el atajo más seguro hasta el cielo. Sin dinero la vida eterna era una quimera, por lo que aquellos que eran pobres de solemnidad no disfrutaban ni del alivio que suponía la compañía del sacerdote con todo su séquito y con toda su parafernalia. Todo tenía su precio, desde un buen ataúd hasta una humilde cruz alzada. Cuánto más pudiente era la familia, más arropado iba el difunto en su postrero cortejo camino del cementerio.
La Iglesia siempre tuvo un buen olfato para el negocio de la muerte. En las primeras décadas del siglo pasado la administración eclesiástica ejercía un riguroso control sobre los entierros, a los que aplicaba diferentes tarifas según las posibilidades económicas de la familia del difunto. Para asegurarse las puertas del cielo había que tener un funeral bien organizado, con toda la pompa religiosa que exigía la Iglesia: acolitillos, sacerdotes, cruces, velas, misas cantadas, adornos florales y el mejor incienso en el interior de los templos.
Hacia 1910, en tiempos del Obispo Vicente Casanova y Marzol, el entonces Provisor y Vicario General, don José María Navarro Darax, aprobó un nuevo arancel de derechos parroquiales para sepelios y funerales, estableciendo diferencias entre niños y adultos, entre ricos y pobres.
Un sepelio de párvulos de primera categoría, con diáconos, dos clérigos y misa de ángeles costaba cuarenta pesetas, cantidad al alcance de muy pocas familias de la Almería de aquella época. Había otro más económico con sacerdote y dos clérigos asistentes, pero sin misa ni nada que se le pareciera, a dieciséis pesetas. Para los niños pobres existía lo que llamaban el sepelio sencillo, sin curas ni ayudantes, sólo con la compañía espiritual de una cruz pequeña que era la encargada de abrir la comitiva fúnebre en su recorrido por las calles.
Los sepelios de adultos tenían tarifas más elevadas. Para los difuntos de las clases altas era más cómodo el último viaje porque tenían la posibilidad de hacerlo en primera clase, con todas las prestaciones que facilitaba la Iglesia por el precio de ciento noventa pesetas.
El funeral de primera se celebraba con toda solemnidad, con asistencia multitudinaria del clero: iba el Preste con diáconos, cuatro sacerdotes perfectamente engalanados con capas y varas de plata, y por si fueran pocos se les sumaban otros cuatro clérigos con sobrepelliz, esa prenda blanca de lienzo fino con mangas perdidas que se ponían sobre la sotana. Para mayor realce del sepelio, la comitiva parroquial salía de la iglesia en procesión con una enorme cruz alzada para abrir el duelo, ciriales de máxima calidad y un incensario de lujo para perfumar el recorrido. Los clérigos tenían el deber de ir por la calle entonando a media voz el ‘Miserere mei Deus’, hasta la llegada a la casa del difunto, donde cantaban el responso ‘subvenite’.
La familia del finado tenía la opción de aumentar la solemnidad del entierro contratando las Cruces Parroquiales, teniendo que abonar cinco duros por cada una. Los familiares también podían elegir el itinerario si deseaban que el duelo pasara por alguna calle determinada que no estuviera en el recorrido habitual de los entierros. Solía ocurrir que algún familiar del finado, por estar impedido en su casa debido a alguna enfermedad, no podía asistir al duelo, por lo que la única opción para que pudiera despedirlo era que el muerto pasara por su calle. Por esta variación y alejarse del camino más directo había que pagarle tres duros a la Iglesia para compensar el esfuerzo de sus sufridos clérigos cada vez que se veían obligados a tener que caminar unos metros de más.
Con tanta parafernalia, no es difícil entender que aquellos entierros de comienzos del siglo pasado fueran un acontecimiento social, y que al paso del cortejo saliera la gente a los balcones y a las puertas de las casas, y que los niños de la época los siguieran detrás como si fuera una procesión. El espectáculo era conmovedor: los niños vestidos de acolitillos abriendo el paso; los sacerdotes formados delante del carruaje cantando los salmos, el lujoso carro de un negro rotundo tirado por elegantes caballos; los amigos y familiares del difunto que colocados a ambos lados del coche llevaban las cintas del duelo, y detrás, el pelotón de hombres enlutados que acompañaban el cadáver hasta la despedida en el badén de la Rambla entre lágrimas y pésames.
La Iglesia tenía otras tarifas más económicas para las clases menos pudientes. El funeral para pobres no tenía nada que ver con el de los ricos. Costaba diecisiete pesetas, capital que sólo alcanzaba para contratar a un sacerdote y para una misa rezada por el alma del ausente.
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