Ningún camino pasa por ‘la Joya’. Para llegar allí hay que salirse del cuadro y penetrar en un espacio donde uno tiene la sensación de estar lejos de todo. Las normas de la ciudad se desvanecen entre los viejos contenedores de basura y los cables de la luz con zapatos enganchados que cuelgan de los postes de madera como si fueran adornos.
El arrabal de ‘la Joya’ es un suburbio perdido, un territorio con sus propias leyes, sus propias formas de vida y sus propias miserias, que se extiende a lo largo de un escenario privilegiado donde es posible disfrutar de las mejores vistas y de los mejores aires de la ciudad. El esplendor del paisaje se impone en medio de una capa de decadencia que lo envuelve todo.
Para llegar hay que atravesar la calle del Reducto y torcer hacia el norte, hacia la esquina de la calle de Chamberí, que en otro tiempo fue la avenida principal del barrio y hoy es un camino fantasma sembrado de postes de la luz, zapatos viejos, solares abandonados y casas decadentes. Basta recorrer los primeros metros de la calle de Chamberí para comprender que estás en otro lugar, tal vez en otra época.
El barrio
A la izquierda, detrás de una tapia venida a menos, aparece un improvisada cochera donde sobresale la cabeza de un caballo inquieto rodeado de niños. Hasta los niños parecen distintos en esta latitud. Son niños primitivos del color de la tierra; niños que te miran con descaro, niños que galopan por las cuestas a lomos de dos exóticos ponis como jinetes de la apocalipsis.
La calle de Chamberí sigue siendo la más habitada del barrio. Hay ropa tendida en las puertas, antenas parabólicas en las terrazas y no faltan los aparatos de aire acondicionado que tanto auge han tomado en los últimos tiempos. Subiendo la cuesta se llega hasta la verja donde empieza la finca donde se encuentra el centro de rescate de la fauna sahariana, un territorio en propiedad del Estado donde hace quince años el Consejo Superior de Investigaciones Científicas rescató un viejo jardín árabe; es un escenario bucólico de una belleza sencilla que se multiplica en medio de aquel paraje tan rico en contrastes.
El barrio llega hasta los mismos pies del cerro de San Joaquín, donde es posible encontrarse con una cabra pastando en la puerta de una casa o con el esqueleto de un coche que hace años pasó a mejor vida. Por las tardes, estas cuestas de sol y polvo se llenan de chiquillos que toman las calles con la misma sensación de libertad que lo hacíamos hace cincuenta años. Los sábados, siempre hay fiesta y algún vecino que saca los altavoces a la puerta y comparte su música con todo el barrio, sin límite de volumen, con la tranquilidad que da el saber que la policía no suele llegar tan lejos y que las normas de convivencia de la ciudad no tienen nada que hacer en su territorio.
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