En sus comienzos, la tecnología era una asignatura que se estudiaba en la Escuela de Formación. La ciencia no había pasado todavía por el fútbol, que se mantenía felizmente anclado en sus más primitivas costumbres.
Los adelantos no iban más allá que cambiar el palo del banderín de una temporada a otra por otro menos pesado o que el colegio de árbitros subiera las tarifas de las cuotas y las dietas por desplazamiento. Cuando Juan Andújar Oliver llegó por primera vez a la academia de colegiados, era un niño de trece años con un manojo de sueños en la cabeza y un silbato de juguete en el bolsillo. Era el año 1962 y aquel aspirante a adolescente no podía llegar a imaginar que un día saldría por televisión en pantalón corto y vestido de negro, y mucho menos que llegaría a ser despedido como una estrella de cine en el viejo San Mamés, con todo el graderío en pie.
Ser árbitro en aquel tiempo era una aventura que rozaba la insensatez. Decirle a tu padre a la hora del almuerzo que en vez de estudiar o aprender un oficio querías ser árbitro, era comprar todas las papeletas para que te diera un morrillazo y te dejara ese domingo sin dinero para poder ir al cine.
Andújar fue siempre un tipo valiente. Quiso ser árbitro y no paró hasta que lo consiguió. Primero como colaborador y en 1968, después de seis años en el colegio, como árbitro oficial. Nunca olvidará aquel día de septiembre cuando tras conseguir la categoría de Primera Regional le regalaron un valioso cronómetro. Tener un cronómetro era un lujo entonces y para un árbitro, la confirmación de una vocación.
Pitar en Regional era un ascenso, pero también un descenso, porque arbitrar en algunos campos era lo más parecido a bajar hasta las mismas puertas del infierno. Había que ser muy apasionado de la profesión para recorrer las infames carreteras de la provincia en un modesto utilitario todos los domingos, dejando a la novia, a los amigos, y todas las diversiones propias de la juventud. Había que estar un poco chiflado para jugarse el rostro en esos campos de Dios en los que el árbitro siempre estaba bajo sospecha y era recibido con pitos nada más pisar el terreno de juego.
En aquellas experiencias se fue haciendo fuerte, forjando un caparazón a prueba de insultos y a veces de agresiones físicas. Cuando salía al campo tenía que ir vacunado contra las frases más duras que uno pudiera imaginar: “Árbitro, tú aquí en calzoncillos y tu mujer en tu casa con otro”, era una de las expresiones que se escuchaban con frecuencia entre los hinchas. Como la frase se hacía muy larga los poetas del graderío acabaron resumiéndola en un: “árbitro, cabrón”.
Juan Andújar era tan atrevido entonces que los insultos lo envalentonaban y allí aparecía él, sacando pecho, pitando un penalti contra el equipo de casa en el último minuto ante la mirada desencajada de la pareja de la Guardia Civil, que sin decir nada pensaba: “Este nos va a buscar la ruina”.
Él no se casaba con nadie y aplicaba el reglamento a rajatabla. Si tenía que meterse en la caseta escoltado o si tenía que cambiarle la rueda pinchada al coche, pensaba que eran gajes del oficio. De aquellos tiempos difíciles él solía contar que arbitrando un Ceuta-Orihuela, ya en categoría nacional, le dieron un golpe tan contundente que tuvo que estar una hora recuperándose en la caseta. Cuando recobró el aliento en vez de salir corriendo en busca del barco, regresó al terreno de juego y siguió pitando.
Así, golpe a golpe, éxito a éxito, fue subiendo peldaños y haciéndose de un prestigio que le abrió las puertas del fútbol profesional. En 1977 consiguió el ascenso a Segunda y tres temporadas después, el salto definitivo a Primera División. Desde entonces, los almerienses veíamos los reportajes de Estudio Estadio para ver los goles de nuestro equipo y también para ver cómo había pitado Andújar. Su grandeza, estuvo, más que en llegar, en mantenerse en la élite, superando auténticos temporales, como el que se desató cuando José María García, el periodista deportivo más influente de entonces, le declaró la guerra.
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