Antes de que el clima pusiera de moda la expresión, los niños teníamos nuestra propia versión de lo que era el calentamiento global. Se podía resumir como un sentimiento individual que afectaba a todo un colectivo, al de aquellas generaciones de niños que fuimos dando pasos hacia la adolescencia sin que nadie nos dijera que lo de la cigüeña era un cuento y que la amenaza del pecado y las llamas del infierno eran un invento de la Iglesia para meternos miedo.
Los sacerdotes en los confesionarios nos hablaban de la virtud y de la pureza, mientras los niños ardíamos en una pasión no resuelta para la que no encontrábamos ninguna respuesta.
Quién, con nueve o con diez años, no se despertaba de madrugada con el corazón galopando en el pecho y con una sensación de fuego entre las piernas sin saber qué estaba pasando. Creíamos todavía en los Reyes Magos y en la Virgen María, pero la sangre nos estallaba en las venas cuando nos rozábamos con una niña que nos gustaba o cuando por televisión admirábamos la belleza de unas piernas medio desnudas.
Cuántas veces escuchábamos en nuestra casa aquello de “eso no se toca”, las mismas que los curas nos repetían la cantinela del pecado mortal. Vivíamos entre fuegos cruzados, oyendo recomendaciones que velaban por nuestra salud espiritual, mientras nuestros cuerpos nos decían lo contrario. Aquello que tanto nos prohibían era lo que más nos gustaba y cuanto más nos recordaban los peligros en los que podíamos caer por tener malos pensamientos o por tocarnos donde no debíamos, más nos entregábamos en los brazos seductores de la tentación.
“Y no nos dejes caer en la tentación”, repetíamos todos los días en el colegio cuando rezábamos el Padre Nuestro y cada vez que llegábamos a esa frase, cada vez que pronunciábamos la palabra tentación, la boca se nos hacía agua como si estuviéramos delante del escaparate de una pastelería.
La tentación la llevábamos nosotros incorporada y se nos rebelaba cuando menos la esperábamos: en aquellos despertares durante la madrugada o cuando pegados a la ventana aguardábamos a que la vecina de enfrente encendiera la luz del dormitorio. Nuestra imaginación estaba llena de tentaciones y era tanta nuestra fantasía que con solo pensar que detrás de los cristales había una mujer cambiándose de ropa, algo en nuestro interior estallaba con una fuerza imparable que no podían frenar ni las recomendaciones del cura ni los consejos maternales.
Un día descubríamos que esa extraña fuerza que nos descolocaba por dentro no era una enfermedad ni un sentimiento aislado. Hablando con los otros niños, en la libertad que nos ofrecía la calle, llegábamos a la conclusión de que el calentamiento era colectivo. Entonces nos invadía una sensación de alivio y entendíamos que aquello no podía ser pecado ni condenarnos al infierno porque de ser así todos acabaríamos bajo el fuego eterno, los buenos y los malos, los vivos y los muertos.
Lo aprendíamos en la calle porque en los colegios los temas sexuales eran tabú y los niños no teníamos otro camino que el que nos ofrecía la universidad del tranco, donde el más golfo solía ser un catedrático en los asuntos prohibidos. En todas las pandillas callejeras siempre había uno mayor que nosotros que ya había encontrado la solución para esa pasión no resuelta que inflamaba nuestros pechos infantiles.
El más grande, el que más cerca estaba de la adolescencia, aquel que ya tenía bello en el bigote y los primeros granos en la cara, el que “sabía Latín”, según nos advertían nuestras madres, era el que nos descubría los atajos para llegar a un final reconfortante. Uno empezaba a dejar de ser niño cuando buscaba las soledades del retrete a deshoras o cuando encontraba el refugio perfecto a sus pasiones bajo la complicidad de las sábanas.
Después llegaba el domingo y como muchos teníamos la obligación de ir a misa y confesarnos, no teníamos otra alternativa que la mentira piadosa para no defraudar al que nos vigilaba desde el cielo. Cuando el cura iba repasando nuestros posibles pecados y llegaba al capítulo de los actos impuros, lo más conveniente era hacerse el tonto, como si no entendiéramos la expresión.
Aquella generación de niños que nos tocó vivir los primeros años setenta, época de grandes revoluciones, pasamos de la nada al todo en unos meses, del miedo a quemarnos en la hoguera eterna a la pasión de lanzarnos al fango de las revistas eróticas. No sabíamos nada, éramos auténticos pardillos, y de golpe nos convertíamos en expertos en la materia, en catedráticos del calentamiento global. “¿Qué tendrá el niño que se pasa el día en su cuarto?”, preguntaba el padre, y la madre respondía: “Déjalo, está en la edad del pavo”.
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