De niños, las madres nos parecían muy mayores y aunque algunas no tuvieran más de treinta años, nosotros las veíamos como si entre ellas y nosotros hubiera toda una vida de distancia. Eran las madres del mandil permanente y de las manos mojadas, eternas centinelas de sus hijos, el orden de las casas, auténticos pilares que sujetaban la vida familiar.
Por ellas pasaba nuestra vida, eran nuestros pies y nuestras manos y también la voz de nuestra conciencia, un centinela que nunca descansaba. Las madres, al menos las de mi generación, eran además nuestro médico de cabecera. Cuando íbamos al colegio en un día de frío allí estaban ellas para decirnos desde la puerta: “Tápate bien la boca”. Teníamos la sensación de que todos los males se cogían por la boca y que nuestras madres sabían tanto como cualquier médico. Les bastaba con mirarnos a los ojos para saber que algo nos pasaba, que nos había subido la fiebre, que habíamos tenido un problema en el colegio.
Nunca se cansaban, nunca se acostaban antes que nosotros y al menos en mi casa, mi madre nunca se sentaba en la mesa a almorzar hasta que no habíamos terminado de comer los hijos. Una de las escenas que se han quedado grabadas para siempre en mi memoria me lleva a aquellas primeras tardes de colegio cuando salía corriendo del aula para volver a mi casa. A las cinco de la tarde mi madre reinaba a solas en medio de un islote de ropa sucia que iba lavando con paciencia en la vieja pila de piedra del patio. Cuando terminaba de lavarla la colocaba en cubos y la subía a la azotea.
Aquellas tardes de mi infancia estaban llenas de madres en los terrados tendiendo la ropa con paciencia, con las manos arrugadas por el agua, con el mandil mojado y con una pinza de la ropa colocada siempre entre los labios por donde a veces se le escapaban los versos de alguna canción. Mi madre se las sabía todas y las repetía tarde tras tarde, componiendo una banda sonora que fue la primera de mi infancia antes de que en mi casa entrara un aparato de radio y empezáramos a escuchar los éxitos de los discos dedicados. Otras veces, cuando llegaba del colegio, encontraba a mi madre sentada en la mesa de camilla, dejándose la vista detrás del hilo, la aguja y el dedal, acompañada por las voces de Juana Ginzo y Pedro Pablo Ayuso, en aquellas radionovelas de Guillermo Sautier Casaseca. De dónde sacaban tanta energía: los niños, la casa, la plancha, el marido y esa capacidad que tenían para encontrar siempre la solución más sencilla.
Las madres eran el orden de las casas y también la primera autoridad. Si el mando teórico residía en la figura del padre, el gobierno real estaba en manos de las madres. Eran ellas las que bajaban a la trinchera del día a día para resolvernos nuestros problemas más cercanos. En mi casa, cuando queríamos ir al cine o pasar la tarde en la casa de un amigo, no nos quedaba otro camino que pedirle permiso a mi madre. Si ella no nos dejaba mi padre poco tenía que decir.
Eran tan importantes, tan imprescindibles, que no podían permitirse el lujo de ponerse malas y a veces, cuando cogían un resfriado o las invadía la fiebre, no tenían otra salida que disimular y seguir batallando porque sin su presencia, sin su sentido común, sin su ternura, las casas hubieran dejado de ser un hogar.
Nuestra vida de niños callejeros también dependía del estado de ánimo de nuestras madres. Necesitábamos su permiso y era frecuente que salieran a buscarnos para comprobar dónde estábamos y sobre todo, con quién estábamos, preocupadas siempre para que no cayéramos en manos de las malas compañías.
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