Araceli fue una adelantada a su época, una valiente que se saltó las estrictas normas que mandaban en su época y quiso vivir como una mujer moderna. De niña nunca pasaba desapercibida. Destacaba por su melena rizada y rubia y por su carácter, con una dosis de atrevimiento que la diferenciaba de las de su edad.
Nació en 1937 en la calle Real, enfrente de la funeraria. Lejos de impresionarle el lugar, a Araceli le gustaba entrar en aquel almacén de féretros y esquelas para jugar en el patio o coger agua del pozo. Cuando los vecinos se quedaban sin agua, el pozo de la funeraria se convertía en una fuente pública que sacaba del apuro a todo un barrio.
Araceli frecuentaba el lugar y conocía a todos sus empleados. En la funeraria trabajaba de mozo un hombre al que llamaban Miguel ‘el mariquita’, por sus marcados ademanes femeninos, un tipo que se pasaba el día llevando ataúdes, mesas y candelabros a los velatorios, uno de esos personajes extravagantes que tanto atraían a los niños.
Entre sus primeros paisajes estaba también la calle Santísima Trinidad, un callejón que salía al Parque donde trabajaba su padre. Era uno de los oficiales del prestigioso almacén de don Antonio Fernández Caparrós, el empresario que distribuía el café, el azúcar y el arroz por los comercios de la ciudad en los años de la posguerra.
Trabajar en el almacén de Caparrós significaba no pasar faltas y tener todos los días la despensa llena. A Araceli le gustaba ir a esperar a su padre y entrar en aquel universo de sugerentes fragancias donde a veces se encontraba con la sorpresa de una onza de chocolate que algún empleado le regalaba.
A los catorce años de edad se marchó con su familia a Barcelona y entró a trabajar en una fábrica textil. Dos inviernos en una gran ciudad le sirvieron para acentuar aun más su naturaleza de mujer intrépida con ganas de comerse el mundo. No era un cuento aquello que se decía entonces de que en Barcelona las muchachas se espabilaban antes que en Almería porque había más libertad y era cierta aquella frase que decía que en Cataluña nos llevaban al menos diez años de ventaja.
Cuando regresó a su tierra, Araceli volvió también a la monotonía de su niñez, a las intrigas de barrio y a los inocentes bailes caseros de los domingos en uno de los salones del piso de su vecina. Por las tardes, frecuentaba el taller del maestro Serrano, el sastre de la calle Real, donde trabajaba su hermano José. Él fue quien le hizo los primeros pantalones con el género que sacó de un traje de marinero que guardaba de su paso por el buque Alcalá Galiano.
Corría el año 1955 cuando aquella adolescente de dieciocho años se puso por primera vez sus pantalones blancos para subir un domingo a La Alcazaba. Entonces, ir allí era una excursión, un acontecimiento que se inmortalizaba con las máquinas de fotos.
Aquel día del estreno todas sus amigas se querían echar una fotografía luciendo el pantalón blanco de Araceli. Todo el mundo las miraba. Ver a una mujer joven con pantalones era todo un acontecimiento y ponérselos era un gesto de atrevimiento que empezó a definir a las nuevas generaciones de muchachas que aspiraban a ser más modernas de lo que habían podido ser sus madres.
A Araceli le gustaba ser diferente, disfrutaba de su osadía, de su capacidad para ir más allá de los convencionalismos y las estrecheces de una sociedad anclada en los cimientos de la dictadura, como era la Almería de los años cincuenta. También fue un atrevimiento, un desafío a las buenas formas, ponerse un mono blanco y meterse a trabajar en un surtidor de gasolina, profesión que parecía exclusiva de los hombres.
Don León, el dueño de la Estación de Servicio San Silvestre, situada en el paraje de La Cepa, la contrató para su negocio. No fue fácil para una joven de veinte años abrirse camino en un oficio masculino donde todo el día tenía que estar rodeada de hombres, pero ganaba un buen sueldo y además sacaba una paga extra sólo con las propinas que le daban por limpiar los cristales de los coches. Pero como a su padre no le gustaba esa profesión, tuvo que cambiar de trabajo y en 1960 entró como dependienta en la famosa confitería ‘El Once de Septiembre’, donde compartió cuatro años con Elvira y Carmen Collado, las eternas señoritas que estuvieron toda su vida pegadas al mostrador.
En el piso alto de la pastelería estaba el Hotel Victoria, un negocio que en la década de los sesenta recibió a algunos personajes importantes de los que venían a trabajar en los rodajes de las películas. Uno de ellos la descubrió para hacer un papel. Necesitaban chicas rubias para salir de enfermeras en ‘Lawrence de Arabia’ y se fijaron en Araceli Plaza, que durante un par de semanas tuvo sus instantes de gloria en el séptimo arte.
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Eduardo de Vicente