Lo anunció en un suelto La Crónica Meridional una mañana del febrerillo loco de 1931: “De Buenos Aires y a bordo del Alsina, desembarcó ayer en nuestra ciudad el aviador francés don Antonio de Saint-Exupéry”.
Cuando puso pie en el muelle almeriense, frente a los tinglados de la uva, ese francés desgarbado de altar alcurnia aún no había escrito ni una línea de El Principito -la obra que le dio fama mundial- aunque ya la rumiara en la fábrica de su ingenio. Era entonces un aviador de cierto prestigio, Antoine, más que el escritor deslumbrante en el que se convirtió después, que había abierto nuevas rutas comerciales para el correo aéreo en Sudamérica y que llegaba en transatlántico a Almería a reunirse con su novia Consuelo, en uno de los viajes más románticos que se puedan imaginar, la mujer en quien se inspiró para escribir ese grandioso cuento de la literatura universal, del que se llevan vendidos 140 millones de ejemplares y que se ha traducido a 250 idiomas.
Antoine y Consuelo se habían conocido tan solo ocho meses antes en Buenos Aires, cuando él había sido contratado como aviador comercial por la Compañía Aeropostal de Francia en 1929, en los inicios del correo aéreo, cuando tres millones de cartas ya cruzaban el océano entre Europa y América.
Allí la conoció en una fiesta -rememora el autor argentino Daniel Balmaceda- y allí unieron sus destinos en una relación volcánica, cuajada de encuentros y esperas interminables, mientras él volaba por el mundo llevando sacas de correspondencia. Antoine había nacido en Lyon en 1900, en una saga aristocrática venida a menos, y aún conservaba el título de conde de sus antepasados.
Consuelo Suncín era de El Salvador, seductora, menuda y de ojos negros, nacida en 1901 en una familia propietaria de extensos cafetales, aficionada a pintar y a escribir poesía. Había corrido mucho en la vida, a pesar de no haber llegado aún a la treintena: divorciada de su primer marido, un revolucionario mexicano llamado Ricardo Cárdenas y viuda después del escritor y diplomático Enrique Gómez Carrillo, había recalado en Buenos Aires invitado por el Gobierno argentino para honrar la memoria de su difunto en conferencias y actos conmemorativos.
Allí iniciaron su loca historia de amor, el galo y la salvadoreña, desde el primer día cuando Antoine la subió a su avioneta para sobrevolar Mar del Plata y le pidió que le diera un beso o si no estrellaría el aparato en el agua. A las pocas semanas decidieron casarse, pero a él empezaron a derramárseles las lágrimas en el altar y ella dijo que no se casaría con ningún hombre llorando.
Lo dejó y se marchó a París a reunirse con su antiguo novio Lucien, al tiempo que el piloto y escritor no pudo olvidarla mientras surcaba los cielos durante la noche con la lentitud de una barcaza o mientras mojaba la pluma en el tintero para escribirle epístolas como libros de hasta cuarenta cuartillas, donde le preguntaba si lo seguía queriendo, donde le hablaba de los tangos torpes que bailaron en el barrio de La Boca, donde le recordaba el sabor de la langosta que almorzaban los domingos en Rivadavia.
Hasta que un día la llamó en conferencia telefónica a su apartamento parisino, recoge en su ensayo ‘A cielo abierto’ el autor Antonio Iturbe. -“Hola amor” -“Está aquí Lucien”. -“Échalo a la calle de mi parte y escúchame, salgo en el próximo barco a casarme contigo, te he comprado una cría de puma. Desembarcaré en España para verte, espérame en Almería”.
Saint-Exupéry zarpó con la mascota desde Buenos Aires que pronto lo metió en problemas cuando se lanzó a morder el tobillo de uno de los oficiales del barco. El felino fue requisado por el capitán.
Mientras tanto, Consuelo, dejó a Lucien, hizo la maleta y compró un billete de ferrocarril París-Madrid y desde allí empalmó en un tren desvencijado hacía la lejana Almería.
Consuelo recordaría siempre esos días sureños tan felices, ese tren camino de Almería que se calentaba con ladrillos hirviendo, donde en un compartimento tocaban una guitarra española al ritmo del movimiento oscilante del vagón, mientras alguien cantaba ‘porque yo te quiero y te quiero’...
Al llegar a Almería, le dijeron que el Alsina, el vapor de Antoine, había tenido una avería en la hélice y no podía atracar en la dársena frente a la ciudad antigua, frente al caserío de La Chanca y el Cerro de Las Mellizas. Sin dudarlo, Consuelo pidió permiso para subirse en un bote de remos y llegar hasta el vapor. Desde la cubierta la adivinó Saint-Exupéry quien no dudó en arrojarse al balandro para abrazarla. Dejaron atrás el barco, reservaron una habitación con baño en el Hotel Simón y alquilaron un coche con chófer para recorrer la ciudad, una Almería que estaba a punto de convertirse en republicana, llena de palmeras, bajo el sol africano de un suave invierno.
Había timidez y dolor entre ellos por la boda truncada meses atrás, pero decidieron convertir el viaje desde Almería en una luna de miel. El conductor Alfonso los llevó por una carretera desde la que adelantaban acémilas hasta llegar a un promontorio pelado desde el que adivinaban el fulgor blanco del caserío de Aguadulce. “Hay bandoleros por estos parajes”, preguntó el aviador. Y el chófer, que chapurreaba el francés, le contestó “No señor, que se sepa no”. De regreso a Almería pararon en un mesón donde almorzaron manteca colorá, sopas de pan y perdices estofadas. Y siguieron hacia Levante atravesando el país entre huertos de naranjas y pueblos pintorescos. Hasta llegar a Niza donde, esta vez sí, contrajeron matrimonio Antoine y Consuelo, rodeados de la familia que les esperaba.
Después vinieron años de relaciones tormentosas, de continuos viajes de él y esperas de ella, de éxitos editoriales como ‘Vuelo nocturno’ o ‘Tierra de Hombres’ o, sobre todo, el eterno ‘Le petit prince’, que todos leímos en el colegio cuando éramos niños, en el que la rosa de sus páginas es ella, la propia Consuelo. La salvadoreña recordaría que “ser la esposa de un piloto fue un suplicio. Ser la de un escritor, un verdadero martirio”. A pesar de múltiples desavenencias, se mantuvieron unidos trece años, hasta que el célebre autor se estrelló con un avión cerca de Marsella en 1944, un año después de haber alumbrado El Principito.
En sus ‘Memorias de la rosa’, escritas en 1945 para no ser publicadas aunque editadas por Gallimard medio siglo más tarde, Consuelo se refirió a aquellos días de Almería, de mares azules y naranjos en flor, como unos de los más felices de su vida con aquel urdidor de planetas, príncipes y rosas en el desierto, con aquel quien acuñó algo tan inmortal como que 'lo esencial es invisible a los ojos', un lema que la humanidad ha hecho ya suyo para siempre.
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