El aeropuerto, Franco y la fuente perdida

En febrero de 1968 Franco vino a Almería a inaugurar la gran obra del aeropuerto

Francisco franco saludando al Obispo de Almería, don Ángel Suquía, nada más aterrizar en el aeropuerto. Cerca estaba el Gobernador, Luis Gutiérrez.
Francisco franco saludando al Obispo de Almería, don Ángel Suquía, nada más aterrizar en el aeropuerto. Cerca estaba el Gobernador, Luis Gutiérrez.
Eduardo de Vicente
20:33 • 10 sept. 2020 / actualizado a las 07:00 • 11 sept. 2020

Emilio Pérez Manzuco solía presumir entre sus amigos de que él había sido el auténtico padre del aeropuerto. Y no era una exageración, puesto que durante su mandato como alcalde consiguió que se expropiaran los terrenos del Alquián antes de que fueran destinados a la construcción urbanística. Apostó fuerte para que el ansiado aeropuerto que nos iba a sacar del anonimato internacional se quedara a un paso de la ciudad. De no haber sido por esa apuesta decidida de Pérez Manzuco, posiblemente hoy tendríamos el aeropuerto en los llanos de Tabernas.



La construcción del aeropuerto fue una de las grandes conquistas de la ciudad, que en su momento llegó a compararse en importancia con la llegada del ferrocarril. Un acontecimiento de tanta relevancia no podía pasar desapercibido, por lo que se atrasó su inauguración para que coincidiera con la agenda de Franco y que fuera el propio Caudillo de España el que llegara volando a Almería para aterrizar en su flamante aeropuerto.



El día señalado fue el seis de febrero de 1968, aunque se puede afirmar que las pistas las inauguraron unas noches antes los concejales del ayuntamiento que las recorrieron de una punta a otra a bordo de sus vehículos particulares para comprobar que estaban en perfecto estado. 



La inauguración y la visita de Franco y todo su séquito estuvo salpicada de anécdotas que pasaron desapercibidas para los medios de comunicación, pero que en cierto modo marcaron aquellas jornadas. Una de ellas tuvo como protagonista al entonces Gobernador civil de la provincia, Luis Gutiérrez Egea, que quiso tener sus minutos de gloria en un acto de tanta importancia.



En las visitas del Jefe del Estado, el protocolo marcaba que el anfitrión tenía que ser siempre el alcalde y que por lo tanto, el Gobernador era  uno más de los invitados, es decir, no pintaba nada. De hecho, la persona que acompañó a Franco en su coche descubierto por las calles de la ciudad fue Guillermo Verdejo, el alcalde, y a él le correspondía según lo establecido, pronunciar el discurso de bienvenida. Sin embargo, la ambición del señor Gobernador acabó dinamitando el protocolo, convirtiéndose en protagonista del recibimiento y pronunciando un extenso discurso ante la mirada de sorpresa de los miembros del séquito que acompañaban a Franco. 



Otro que se saltó las reglas fue el señor Fraga Iribarne, que aterrizó en el aeropuerto en un avión repleto de periodistas. El protocolo decía que Fraga tenía que almorzar en el Hotel Aguadulce, con el resto de personalidades, pero el impetuoso ministro hizo de su capa un sayo y le dijo claramente a Guillermo Verdejo: “Alcalde, yo como en el Club de Mar con los periodistas. Un periodista vale más que diez capitanes generales”.



Todas las autoridades de Almería estuvieron aquel día en el aeropuerto, que fue bendecido por el Obispo don Ángel Suquía. Allí estaba también un personaje que jugó un papel fundamental en los primeros años del recinto, el coronel del ejército del Aire Luis Paez, que fue designado primer jefe del aeropuerto de Almería. A él le debemos que en unos pocos meses convirtiera aquél páramo desierto en un jardín, a fuerza de plantar árboles y plantas. Aprovechaba cualquier circunstancia para incorporar a su obra algún detalle que la embelleciera, por eso no dudo en llevarse la histórica fuente de mármol de la Plaza de la Catedral al aeropuerto, el día que la quitaron para el rodaje de la película Patton



Desde el primer día, el aeropuerto fue un lugar mítico para muchos almerienses que  iban allí con las ilusiones y las mismas emociones del que va a presenciar un espectáculo extraordinario. Ir al aeropuerto se convirtió en un acto de fe para cientos de familias que cuando llegaba el fin de semana preparaban a los niños, la cesta de la comida, la mesa plegable y la sombrilla para protegerse del sol, y desembarcaban frente a la pista para presenciar el aterrizaje del avión. Era un humilde aparato bautizado con el nombre de Río Ebro, que cubría la ruta con Madrid dos veces a la semana. 


Cuando el avión aparecía en el horizonte, buscando el aterrizaje, había un murmullo general de admiración, la misma que se sentía por los pasajeros que venían de Madrid, aquellos privilegiados que entonces se podían permitir el lujo de pagarse el vuelo.


Las excursiones familiares al aeropuerto terminaban muchas veces en los llanos que iban a Níjar, territorio propicio para buscar caracoles, y en los pinos del Alquián, que en los años sesenta fue para los almerienses un pequeño paraíso donde la gente se iba los domingos a comer. Allí, los niños podían jugar a sus anchas, teniendo cuidado de no levantar las piedras porque el lugar tenía fama no sólo por sus sombras, sino también por sus alacranes.


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