Nos enseñaban a transitar por caminos separados aunque al final siempre acabábamos navegando hacia un mismo puerto. En mi colegio, que era el San José, en la calle de la Reina, a finales de los años sesenta los niños y las niñas compartíamos la misma clase, pero no el mismo pupitre.
Las teníamos tan cerca que nos rozábamos con la mirada, pero ya se encargaban los maestros y las maestras de que nuestras manos nunca coincidieran, ni siquiera en ese escenario neutral que era la esquina donde estaba la papelera, un pequeño refugio dentro de la clase donde íbamos a sacarle punta al lápiz. Cuando salíamos al patio las diferencias se acortaban y siempre había algún niño que compartía un trozo de su bocadillo con alguna compañera por el placer de disfrutar de un desayuno distinto.
Donde no coincidíamos casi nunca era en los juegos. A mí me hubiera gustado unirme a un grupo de niñas cuando se colocaban el elástico entre las piernas y lo saltaban con destreza, pero me daba vergüenza por lo que pudieran decir los otros niños. Nos habían enseñado que ellas tenían un mundo propio y nosotros el nuestro, y que cada uno de esos mundos estaba cerrado herméticamente para el sexo contrario. Los niños que saltándose las normas jugaban con las niñas con descaro eran señalados con el dedo y en muchas ocasiones tenían que sufrir las burlas del grupo. En la calle también procurábamos marcar las diferencias, aunque tarde o temprano las barreras se acababan derribando. Las niñas de mi generación tenían otros juegos, muy distintos a los nuestros. Jugaban al elástico y saltaban a la comba sin cansarse y mientras brincaban entonaban viejas canciones.
Muchos de aquellos cantos inocentes hoy podrían ser considerados tabú por los que velan por erradicar todo lo que huela a sexismo o a violencia aunque se trate de una cancioncilla sin maldad de un juego infantil. Hoy, aquella canción que todos sabíamos recitar que decía: “Al pasar la barca me dijo el barquero: las niñas bonitas no pagan dinero. La volví a pasar y me volvió a decir: las niñas bonitas me gustan a mí”, sería considerada peligrosa ya que algunos acusarían al viejo barquero, que ya lo fue de nuestras abuelas y posiblemente de nuestras bisabuelas, de un acosador en toda regla.
A mí me gustaba mucho asistir como espectador, desde un segundo plano, a los juegos de las niñas de mi calle. Me parecían más creativas que nosotros, que andábamos siempre presumiendo de fuerza y de goles.
Las niñas de entonces jugaban mucho a las muñecas, con las muñecas de trapo que estaban presentes en los baúles de las más pobres, y con aquellas modernas muñecas que la casa Famosa puso en escena a finales de los sesenta con el nombre de Nancy. Su salida al mercado supuso un cambio radical en la imagen de las muñecas. La Nancy tenía figura de modelo extranjera, una larga melena y un sinfín de accesorios para que las niñas los coleccionaran.
Cuánta imaginación había que tener, pensábamos los niños, para pasarse las horas muertas vistiendo y desvistiendo a la muñeca; peinándola, acariciándola y hablando con ella como si fuera una hermana menor. La Nancy sucedió en popularidad a la Mariquita Pérez, aquella muñeca formal de nuestras madres. La Nancy representaba a los nuevos tiempos, a la moda que iba cambiando y tuvo la fuerza que le dio su aparición, como si fuera una estrella, en los anuncios de televisión.
Otro juego habitual de las niñas de aquel tiempo era el de las tiendecicas. Con cuatro piedras, con cuatro trapos viejos, con un puñado de tierra, con un trozo de cartón, con una cajetilla vacía de tabaco o con una caja de cerillas, ellas montaban un supermercado y jugaban a vender y a comprar.
Jugaban al elástico, a la comba, a las muñecas, a la rayuela, a las tiendecicas y también a los cromos, con aquellas estampas que hacían saltar con las manos, y a los recortables que vendían en los kioscos, un juego manual que consistía en ir recortando las prendas para vestir a la figura de una niña medio desnuda. La separación entre sexos acababa difuminándose por esa atracción natural que nos unía. De vez en cuando, las niñas se mezclaban con los niños en juegos comunes como eran el pilla-pilla, el tieso o el juego de la peste, aunque eran pocas las que se atrevían a desafiar las normas para jugar al fútbol. Las más valientes, las que no les importaban las críticas de la gente, se unían al grupo masculino con decisión y corrían como nosotros detrás de la pelota y se subían por las tapias de los solares sin ninguna diferencia.
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