La genuina historia de Puerto Rey

Fue urdida en el corazón de la fría Europa, en el país de los belgas, a principios de los 60

El ministro Alfredo Sánchez Bella, junto al alcalde de Vera, José Salas Bolea y León Van Rentergem en 1971.
El ministro Alfredo Sánchez Bella, junto al alcalde de Vera, José Salas Bolea y León Van Rentergem en 1971.
Manuel León
07:00 • 11 oct. 2020

Muchos niños de los alrededores fantaseábamos en los años 70 con hacernos mayores para vivir algún día en Puerto Rey. En nuestro imaginario, esa urbanización de lujo austero, derramada sobre la alfombra de la playa de Vera, escondida entre meandros y juncos, era la alegoría del buen vivir. 



Cuando íbamos los veranos en bicicleta a coger saltamontes por las inmediaciones, espiábamos las casas encaladas de los residentes donde siempre había grandes hamacas en los zaguanes en las que holgazaneaban niños ricos, mientras los padres se servían copas de champán en el balcón hablando de cosas lejanas de Madrid arrastrando las eses.



Eran esos chalecitos blancos y festoneados de buganvilla tan distintos a nuestras casas del pueblo -de habitaciones compartidas y mesa camilla- que nos daba vergüenza hablarle a alguna de aquellas niñas aseadas y rubias y confesarle que nosotros no teníamos piscina, ni barbacoa, que no teníamos césped para jugar al voleibol ni columpios en la puerta.



Acechábamos, pues, a esas familias boyantes del tardofranquismo, morenas de playa no de andamio, y mirábamos con envidia los polos Lacoste que se secaban al sol de la terraza. Así era Puerto Rey entonces para los niños del terruño: como esa Barcelona burguesa de Juan Marsé, trasplantada a la costa almeriense, en la que nosotros -patanos y garrucheros- éramos los pijoapartes.



Durante décadas, desde su construcción en los años 60, Puerto Rey fue una de las urbanizaciones almerienses que más celebridades atrajo, por ese clima suyo de sosiego que ha sido siempre marca de la casa. 



Pocoas playas españolas conseguían reunir al mismo tiempo a gente tan dispersa como los ministros Solana y Almunia, al alcalde de Madrid Álvarez del Manzano, al humorista José Luis Coll, a los Garrigues, al malogrado Manolo Marín, a periodistas como Nativel Preciado, al barón belga Van der Rest o a los directivos de El Corte Inglés, incluido Isidoro Alvarez, por ejemplo. 



Pero ese paraje paradisiaco no fue siempre así. La Hoya de Puerto Rey -que tomó su nombre del desembarco de víveres y tropas reales para hacer frente al asedio morisco del siglo XVI- fue hasta los años 60 un sitio inhóspito donde solo medraban alacranes y alguna tomatera frente a un cortijo iniciático que con el tiempo se convirtió en el restaurante Pato Loco. 



Un grupo de inversores valencianos – entre ellos Luis Alonso Manglano (hermano del exdirector del Cesid)- compraron 44 hectáreas con opción a otras 32 en primera línea de playa y en 1963 constituyeron la sociedad Inmofinancia, de capital hispanobelga. Era cuando empezaba a bullir el turismo en la provincia y se edificó con agilidad africana la primera promoción de 58 apartamentos, cuando todavía no había luz eléctrica. 


Fue entonces cuando apareció uno de los hombres claves en la pequeña historia de Puerto Rey: León Van Rentergem, un ingeniero civil belga, de la ciudad de Gante, que había estado dirigiendo minas de diamantes en el Congo. Vio un anuncio en un periódico de Bruselas en el que la promotora necesitaba un técnico habituado a climas duros y él ni se lo pensó. Cogió cuatro bártulos, a su mujer Lucía Lemaitre, y a sus dos hijos y en 1967 desembarcó en la urbanización en la que aún estaba todo por hacer. Los planes de la promotora habían sufrido un serio revés propagandístico con el accidente de las bombas atómicas de Palomares y trataban de remontar las ventas de apartamentos. Querían aprovechar que en el país centroeuropeo estaba de moda España como destino turístico después de la boda de su rey Balduino con la española Fabiola.


León trabajó duro trayendo el agua del pozo San Miguel de Palomares, poniendo el alumbrando, abriendo las primeras calles del residencial y los primeros jardines y se construyó el restaurante Posada Real, el supermercado de Emilio y la piscina, una de las primeras de la comarca, esa que tanto envidiábamos los niños.

 Organizó su primera casa en el mismo apartamento piloto, donde hoy vive el delegado de Salud Juan de la Cruz Belmonte. En esa época, los residentes se conocían por el número de apartamento que habitaban: “Mira, por ahí va el 39” o “he quedado a tomar el café con el 44”.


Poco a poco fue adquiriendo vida Puerto Rey, el restaurante ganó fama cuando lo gerenció el hostelero Fernando Carmona y se organizaban torneos deportivos y bailes con orquestas en los jardines de la urbanización. Y con el tiempo se abrió en la playa el célebre chiringuito de Maruja y Paco Rifá, donde, en chanclas y bañador, tomaban platos de paella y jarras de sangría mucha gente del Ibex 35.


En esos años iniciales, los residentes que vivían todo el año disponían de una escuela rural cercana en la que impartía clase doña Angela Cervantes Párraga, por cuyas aulas de Historia en el Instituto de Vera pasaron luego legiones de escolares. A Puerto Rey llegó también el cine con el rodaje de La Isla del Tesoro en 1972 y con Orson Welles con su loro y su mono, que se hospedó durante una semana en el chalet El Timón. El actor americano jugaba con Pablo, el hijo de León, ahora batería de Los Puntos, antes de irse a filmar al Puerto de Garrucha y al Manacá de Mojácar, y a quien le regaló el mono que salía en la película. También Sancho Gracia filmó allí un capítulo de la serie Los Camioneros.


También fue escenario de las  Crisex, aquellas maniobras militares de artillería que atormentaban con sus disparos a los residentes, cuando el rey borbón estaba aún en la cresta de la ola. Y también sufrió como nadie los días de fango y horror con las riadas del 89 y de 2012. Y hubo residentes muy queridos y entrañables como José María Chico, Juan Sanz  o Paco Pérez y jardineros como Antonio el Gitano y Manolo y camareros como El Blanquilla. Todo eso fue y sigue siendo esa urbanización tan legendaria, tan misteriosa aún, cuyos primeros planos fueron dibujados por unos belgas a miles de kilómetros, en el corazón de la fría Europa.



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