Hay en Almería trasnochadas casonas y vetustos palacetes en los que flota la historia de la ciudad; hay por La Molineta o por la Vega decrépitos cortijos y ruinosas mansiones que todo el mundo conoce de pasear por sus veredas o de transitar con el coche o de verlas retratadas en los libros de historia local; hay chalets de otro tiempo a los que todos nos quedamos mirando imantados, como preguntándonos qué cosas pasarían dentro de esos muros desconchados, entre esas arquitecturas maravillosas, quién se asomaría a esos balcones desvencijados que fueron quizá dibujados por Rull o por Cuartara o por Zobaran, qué hombres y mujeres vivirían dentro de esas cancelas, qué soñarían de madrugada en sus alcobas.
Una de esas villas de fábula, rehabilitada como Casa del Cine desde hace una década, es el Cortijo Romero o Casa de la Torre o Finca Santa Isabel, distintos topónimos para un mismo paisaje que tuvo todos los visos de ser como una arcadia feliz.
Eran 12 hectáreas esplendorosas muy cerca de Los Molinos de Viento, presididas por una enorme villa rodeada de jardines y balsas de riego donde trepaban los rosales y perfumaban los jazmines, donde había bancales de árboles frutales, pencas de chumbos y establos de vacas suizas que mugían muy cerca de donde muchos años después un músico inglés de lentes redondas compuso una de las bandas sonoras del siglo XX.
Ese paraíso terrenal nació del empeño de un emprendedor catalán que llegó a Almería en el remoto año de 1866 para abrir un almacén de venta de papel y tienda de artículos de escritorio. Se llamaba Miguel Balmas Planas quien tardó poco en casarse con la almeriense Isabel Felices Pradal. Balmas tenía el negocio en la calle Las Tiendas 23, al lado del fotógrafo Morales. Y allí despachaba papel timbrado, sobres, cuartillas y papel de liar.
Con los primeros ahorros compró un pequeño cortijo en esa zona hoy conocida como Villablanca con una pequeña finca de labor. Perdió a su hijo José, aún muy joven, y su hija María se casó con Adolfo Bibiloni de Castro -con quien tuvo una hija- un comerciante de seguros que también falleció pronto y del que heredó la delegación en Almería de la prestigiosa casa La Unión y El Fénix.
Miguel Balmas ocupó durante varios años el cargo de concejal de arbitrios y diputado provincial del Partido Progresista en tiempos de La Gloriosa y el Sexenio Revolucionario y fue enemigo político del constitucionalista Felipe Vilches. Fue también uno de los promotores del ferrocarril y del Teatro Cervantes, aunque no pudo ver ni lo uno ni lo otro porque falleció en 1897.
Para entonces, su hija se había casado en segundas nupcias con el industrial Salvador Romero Molina, quien heredó, junto a su hermano Diego, la delegación de seguros de su suegro para la que abrió oficina en el Paseo del Príncipe número 10. Durante un tiempo, Salvador fue también propietario del célebre Café Suizo.
Salvador y María ampliaron la casa primitiva de Miguel Balmas en torno al año 1900 con elementos historicistas y regionalistas. El negocio de seguros era un complemento de la casa de banca Romero y Hermano S.A. como agente del Banco Hipotecario de España y de la Casa García Calamarte. Sus ganancias crecían a través de la compraventa y cambio de libras esterlinas y otras divisas en una economía provincial notablemente orientada a la exportación. Salvador falleció en 1927 y le sucedió su hijo José Romero Balmas, quien matrimonió con Adela Josefina Sánchez Martínez, hija de José Sánchez Entrena, alcalde de Almería en 1913 y uno de los señores de la uva en ese periodo.
José heredó los negocios de banca y seguros de su padre y también sus ideas republicanas. Perteneció desde 1924 a la logia masónica Evolución con el nombre simbólico de 'Voltaire'.
José y Josefina fueron los artífices de la mayor transformación de la Casa de la Torre, a la que registraron con el nombre de Finca Santa Isabel en 1932. Encargaron su reforma al arquitecto Antonino Zobaran y fue jefe de obras el maestro Antonio Quesada. Fue cuando el cortijo adquirió su mayor esplendor con piscinas, pistas de tenis, balsas para riego y unos babilónicos jardines obra de Josefina. Allí crecía entonces una densa vegetación, palmeras, araucarias, almendros, naranjos y campos de cereales. Había departamento para carruajes entre cañas de bambú y setos de romero. La extensión de la finca se perdía en lontananza y medraban también pequeños cortijos de aparceros que sembraban mies y patatas.
Toda esa idílica vida se truncó cuando llegó la Guerra Civil: el cortijo se convirtió en Hospital Militar y a José le pilló el estallido en Suiza matriculando a su hija en un colegio. La familia volvió tras la Guerra, tras haberse refugiado en Gibraltar y José fue apresado y condenado a destierro, hasta fallecer en 1957, una década después de su regreso. La finca fue vendida por la familia en 1976 al empresario Marcos Eguizábal quien urbanizó la zona, aunque se salvó el Cortijo, que compró el Ayuntamiento en 1991. Y ahí sigue esa mítica casona -ahora como simpático museo de estrellas del celuloide- que aún respira con aires de Lo que el viento se llevó.
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