El eterno director del Instituto

El daliense Gabriel Callejón fue uno de los hombres con más poder en la Almería de los años 20

Gabriel Callejón Maldonado en su despacho, ante la cámara de Domingo Fernández Mateos.
Gabriel Callejón Maldonado en su despacho, ante la cámara de Domingo Fernández Mateos.
Manuel León
07:00 • 21 mar. 2021

Uno asocia su nombre a ese pasadizo peatonal, abreviado y lleno de veladores con platos de croquetas, que hay entre el edificio de Correos y la calle Real, lo que antes de que él muriera fue el callejón morisco de Zaira. Es una traviesa insignificante para un hombre tan significado en la historia de Almería del primer tercio del XX: Gabriel Callejón Maldonado (Dalías 1873, Madrid 1940) fue uno de los gobernantes e  intelectuales más caudalosos de su tiempo en la provincia y coleccionó cargos y poder, sobre todo durante el Directorio de Primo de Rivera: presidente de La Unión Patriótica, presidente de la Diputación, presidente de la Cámara Uvera, vicecónsul de Finlandia, notorio exportador de uva, socio de La Peña y del Somatén. Pero ninguna función le definió mejor que la de viejo profesor de filosofía y eterno director del Instituto.



Casi treinta años se sentó en ese despacho docente y decente por el que entraba la luz del antiguo claustro de los dominicos y en el que tuvo la grandiosa responsabilidad de instruir a generaciones de almerienses del mañana.



Don Gabriel vivía muy cerca del Instituto, en una casita de la calle Arapiles, y cada día repetía el ritual: llegaba con su levita y su bastón colgado del hombro, silbaba al oficial Juan Minagorri y abría las ventanas de su gabinete para que entrara el aire renovado de la mañana. Desde allí veía a los alumnos  en sus pupitres, a los profesores en el encerado; desde allí veía  los tinteros y las plumas moverse nerviosas sobre las cuartillas; y veía el entusiasmo de unos, la desgana de otros; veía, y se emocionaba al verlos, a todos esos infantes en pantalón corto, pletóricos de acné, risas y de futuro por delante.



En aquellos años lejanos, al Instituto, el único que había, creado en 1845, entraban los colegiales por la puerta que se abría por la Plaza de Santo Domingo, junto a la patrona, donde aparecían apostados en el pescante los aurigas con sus jacos, donde se situaba con su carrillo Paca la Cañera y su cañadú, donde Frasco el barquillero llegaba con su gorra negra y su tabaco de picadura entre los dientes, pregonando el género. Frasco gastaba un bigote de puntas tiesas que se atusaba continuamente y empujaba un bombo de latón con ruedas lleno de barquillos que se disputaban en el recreo los escolares.



En las aulas daban clase legendarios profesores como Julio Bascarán, con su largo abrigo desabrochado, el pequeño Hilario, tocándose con un bombín, don Luis Arigo, Jerónimo Rubio, el matemático Antonio Tuñón de Lara, Baldomero Domínguez con sus lentes de muelle o el sabio don Manuel Pérez García, con sus corbata de chalina. 



En otros periodos estuvieron también Antonio Bermejo, que impartía geografía, Florentino Castro, latín, Federico Aragón, Historia Natural, Uldarico del Olmo, Ciencias, y Juan Pogonoski, gimnasia. Se turnaban como bedeles Paco el caja, así llamado porque tocaba el tambor en la banda municipal, Juan Palillos, también músico y Juan Galera, amo y señor de la galería alta donde cursaban las señoritas. Todas las mañanas abrían y cerraban puertas exclamando en voz alta y ceremoniosa; “La hora”.



Todo ese arsenal de funciones y responsabilidades compartidas, lo gobernó el daliense Callejón desde 1912 a 1940, que además impartía la asignatura de Filosofía y Etica, en la que tenía una especial predilección por Leibniz y los pitagóricos.



En las fotografías que se conservan de don Gabriel aparece con cabeza de patricio romano, con su semblante curtido de campesino alpujarreño, de tosca apariencia, rústico vozarrón y hombría de bien, como lo recuerda aún su sobrina nieta Lola Callejón Peralta, como lo recordaba Arturo Medina Padilla, viudo de Celia Viñas, que fue alumno suyo.


El eterno director había nacido en una familia de discretos productores de uva. Inició sus estudios en el Colegio de Berja, bajo la tutela de su tío y arcipreste, Diego Callejón Baena. Después marchó a hacer el Bachillerato a Orihuela y se licenció con Premio Extraordinario en la Facultad de Filosofía y Letras y  después en la de Derecho de Granada. Amplió estudio como pensionado en Alemania, opositó a la cátedra de Psicología, Lógica y Etica y obtuvo plaza en el Instituto de Santander. Hasta que ganó un concurso de traslados para volver a su tierra en 1911.


Además de su intensa y duradera labor docente, Gabriel Callejón fue un influyente hombre de la Dictadura de Primo de Rivera, aunque enfrentado a algunos correligionarios como el terrateniente Antonio González Egea que ostentaba un poder hegemónico. Las cosas cambiaron cuando se produjo una renovación en el partido de La Unión Patriótica -la primera fuerza ideológica entonces- y Callejón fue elegido presidente en 1926. 


A eso unió en 1929 la presidencia de la Diputación tras dimitir Juan María Madariaga, cuando ya la Dictadura tocaba a su fin. En 1926 fue elegido también presidente de la Cámara Uvera, el principal brazo empresarial de la provincia entonces. Hubo, por tanto, unos cuantos años en los que Almería era don Gabriel, y don Gabriel era Almería, estando al frente de los principales resortes de autoridad de la provincia: el partido, la Diputación, el Instituto y la exportación.  Hasta que la llegada de la República ensombreció su influjo.


Era un católico ferviente, un solterón militante que vivía con su sobrina Emilia y una vieja criada gruñona a la que temía más que al claustro entero; era, a pesar de todo su poder, un anticacique, un antihéroe, que vivía de su sueldo de 300 pesetas mensuales de la época.  Glosaron su figura ligeramente Santisteban y Flores Grano de Oro y con especial rigor, Pedro Martínez Gómez.


Durante la Guerra fue perseguido y vilipendiado por algunos de sus propios compañeros de Instituto, aunque consiguió escapar y esconderse en La Alberquilla de Dalías y después en un cortijo de Terque. Falleció en Madrid en 1940 de leucemia, aún como director del instituto, y dejó por todo legado a sus sobrinos un baúl lleno de libros de metafísica, cuadernos y plumas estilográficas. 



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