Entre aquellas paredes y bajo aquel techo estaba su patria. La confitería era para ellas la prolongación del vientre materno, ese útero amable y confortable donde pasaron su vida hasta que les llegó la hora de la jubilación.
Las hermanas Collado nacieron en la confitería y aprendieron a dar los primeros pasos al otro lado del mostrador, entre las piernas de los clientes y las caricias de los parroquianos. Cuando eran niñas sufrieron su primera experiencia traumática cuando tuvieron que ir a la escuela y se vieron obligadas a salir de aquel espacio sagrado donde encontraban todo lo que necesitaban para ser felices.
Siendo adolescentes, cuando las muchachas de su edad iban a los bailes y se paseaban con los pretendientes Paseo arriba y Paseo abajo, ellas preferían pegarse al mostrador y disfrutar los domingos despachando.
Se arreglaban, se pintaban los labios como para ir de boda, pero cuando regresaban de la misa de San Pedro volvían al calor del obrador y de su gente. Siempre había alguien que decía: “A estas niñas no les van a salir novios como sigan así”, pero a ellas no les preocupaba su condición de solteras ni echaban de menos las miradas de los hombres. Su vida pasaba por la confitería, como si todo lo importante que les tuviera que ocurrir en la vida les iba a suceder allí.
A los niños nos gustaba entrar en el establecimiento para saciar la sed en su fuente de mármol blanco y para mirarlas a ellas, que parecían dos muñecas de porcelana detrás del mostrador.
Fueron pasando los años y cuando a comienzos de la década de los ochenta se quedaron al frente del negocio, tras el fallecimiento de su tío, se convirtieron en las emperadoras de la calle Castelar. El Once de Septiembre empezaba a dejar de ser un negocio para transformarse en un lugar de culto. Había clientes que entraban solo para verlas a ellas e intercambiar un rato de conversación. Dentro se había ido creando una atmósfera extraña, como si el peso de los años hubiera ido dejando sus reliquias por las estanterías.
Las hermanas Collado, las eternas señoritas de la confitería, reinaban allí a sus anchas como si no existiera la vida fuera. No solo vivían de la tienda, ellas vivían desde la tienda y se adaptaban a la realidad desde el mismo negocio. Cuando llegaba la Semana Santa la vivían con toda la pasión que podían, pero a través del mostrador, adornando los escaparates con motivos religiosos y llenando las vitrinas de roscos y leche frita. Por Navidad festejaban como nadie el acontecimiento y decoraban los escaparates con un gusto exquisito. Después llegaba la feria y como ellas eran de talante alegre y de espíritu comunicativo, se engalanaban como si fueran a pasar el día en una caseta bailando y tomando vinos, pero toda su fiesta se reducía a aquel escenario donde no había más música que el sonido de la vieja caja registradora y el murmullo del agua de la fuente.
Por allí pasaban los últimos de las primeras ferias del mediodía, buscando el pastel y el café que les ayudara a remontar el vuelo. Y allí estaban, ellas, las señoritas del Once de Septiembre, con sus mejores prendas, con una flor en el pelo y una sonrisa permanente de felicidad. Cuánto disfrutaban sin salir del mostrador.
Después de toda una vida en la confitería tuvieron que enfrentarse al momento de la jubilación. La hora oficial les llegó en el año 1993, pero dónde iban ellas sin el negocio. Cerrar era como un exilio, como irse muy lejos, como dejar de ser ellas. Por eso decidieron seguir adelante y continuar hasta que seis años después, en 1999, no tuvieron más remedio que poner el punto y final. Las señoritas, cogidas de la mano, encontraron su último refugio en una residencia de mayores.
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