Pocos almerienses como un servidor pronuncian tan divinamente el queç-lo-que-eç (que es lo que es), santo y seña del habla popular de nuestra tierra y que podría figurar en el escudo de la ciudad junto a “la muy noble y muy leal”. Ninguna expresión tan definitoria del acento propio de esta esquina de Andalucía, lejos de todas partes singularmente si se trata de viajar en ferrocarril.
El director de LA VOZ DE ALMERÍA, periódico en el que me inicié mediados los años sesenta, quiere contar con mi firma para relatar cualquier sucedido que teniendo, o no, relación con la actualidad pueda servir para despertar emociones, recuerdos e incluso algún regomello entre los lectores de este ya anciano diario por cuyas páginas sigue circulando la sangre joven de una Redacción cum laude.
Muchos kilómetros de papel continuo han sido impresos en sus talleres desde la calle General Segura hasta nuestros días en estos cerca de sesenta años en los que me he considerado fijo discontinuo del periódico que me vio nacer a la profesión sin yo saber por qué.
Verdaderamente, sin saber por qué. En mi familia no había ningún antecedente ni próximo ni remoto del Periodismo. Mi padre, farmacéutico y doctor en análisis clínicos, se quedó tan sorprendido cuando decidí abandonar el primer curso de Medicina en Granada, que naturalmente me preguntó qué pensaba estudiar. “Quiero ser periodista”, le dije. A lo que me respondió sin parpadear: “Harás también una carrera”.
La hice en la Escuela Oficial de Periodismo de Madrid cuando reinaba en el Ministerio de Información y Turismo Fraga Iribarne y en una promoción de tan solo veinticinco alumnos frente a las oleadas de miles de licenciados que salen hoy en día de las numerosas Facultades de Ciencias de la Información de toda España. Llegado aquel verano, solicité prácticas en ABC y allí me quedé los treinta y tres años siguientes, parte de los cuales transcurrieron en Sevilla.
Pero como esto no es una autobiografía sino una simple y modesta presentación solo añadiré que nunca me he desconectado de Almería y que recuerdo mis años infantiles y juveniles con inmenso cariño hacia esta ciudad recién salida de la guerra civil cuando vine al mundo. Por eso he querido rotular este espacio, tan personal como se irá viendo, con el nombre de El Lugarico, una placita a la que un alma insensible de nuestro Ayuntamiento le apeó su denominación para retitularla Masnou. En esa decisión municipal de borrar una pequeña parte de la historia de nuestro callejero veo yo la singular falta de memoria de la ciudad, a cuyos gestores les da igual un nombre que otro, como ocurriría con el Paseo de Almería, la rambla Alfareros o el callejón de Albondoque.
Claro –se argumentará- que ni El Lugarico era ya aquella placita contrahecha, como un desahogo de la calle Real, ni sus casitas se merecían dar paso a construcciones impropias de un espacio estrangulado por su imposible conexión con la plaza de Bendicho. Pero el símbolo legendario de El Lugarico no debió desaparecer porque cada vez que veíamos el rótulo en la esquina con la calle Real se nos removían nuestros recuerdos de la ciudad que fue y cuyo casco antiguo ha sido devastado por la especulación y la incuria. A ese lugarico de la memoria colectiva quiero dedicar los afanes de esta colaboración que presto encantado a mi viejo periódico para contribuir a que Almería no pierda su esencia, su alma en definitiva.
Máximo ejemplo de cuanto digo es la calle donde nací, la Rambla del Obispo Orberá, desarbolada en aras del progreso para construir un largo estacionamiento subterráneo, sin duda harto necesario en una vía tan céntrica y bulliciosa. El arboricidio que se perpetró allí constituye a mi juicio uno de los mayores atropellos que han ido cambiando a peor la faz de la ciudad. Al recordar aquellas hileras de plátanos desde la Puerta de Purchena hasta la pasarela del colegio de La Salle, es difícil contener una lágrima y pensar si en los tiempos en que la ingeniería unió Calais (Francia) con Folkestone (Reino Unido) bajo el Canal de la Mancha, no hubiera sido posible que la técnica hubiera salvado aquel paseo de frescor y de sombra para evitar el desastre de la rambla desnuda.
Pero nadie piense que estos retazos almerienses van a estar siempre impregnados de la nostalgia. Antes al contrario procuraré refrescar el sórdido ambiente que hemos vivido por la pandemia con pinceladas de la actualidad trufada con recuerdos y sentimientos de la ciudad que perdimos y de la ciudad que hemos ganado al ensancharnos hacia la Vega de Acá. Intentaré comentarlo todo en nuestro dialecto andaluz, el que se come las eses finales y abre las vocales mal que le pese a la Real Academia Española y a la otrora Radio Nacional que obligaba a sus locutores a pronunciar como en Madrid, ya fueran de Pechina, de Lucena o de Chipiona.
Aquí, pues, uno de Almería.
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