Una noche en Almería, después de la tertulia de Angels Barceló en la sala de Cajamar, charlábamos apaciblemente Luis García Montero, Miguel Ángel Aguilar y yo mismo, cuando surgió el tema de la novela que acababa de publicar Almudena Grandes, esposa del primero de los citados. Era un prodigioso libro titulada “Inés y la alegría”, primero de la serie Episodios de una Guerra Interminable, que tendría continuidad con ”El lector de Julio Verne”, “Las tres bodas de Manolita” y el mejor de los cuatro, “Los pacientes del doctor García”, una novela imprescindible para descifrar no pocas claves de la sociedad española durante la guerra civil. Planteé que me parecía incomprensible que la autora no hubiese ingresado en la real Academia Española, siendo como era y siguió siendo una de las mejores escritoras de nuestro tiempo. Luís, por discreción no decía nada, pero yo seguí argumentando que en las edades literarias de Almudena Grandes hay al menos tres épocas narrativas: la que comienza con “Las edades de Lulú”, la de su madurez como novelista con la publicación de “El corazón helado”, y su definitivo salto con la tetralogía que acabo de mencionar.
Y a renglón seguido cabe preguntarse: ¿cómo es posible que tan notable escritora no fuese llamada a la Española al igual que las otras once mujeres que allí se sientan? La tradición de varios siglos fue no admitir escritoras, hasta que en 1978 Carmen Conde logró un sillón y una letra auspiciada por el gran director que fue Dámaso Alonso y el inolvidable dramaturgo Antonio Buero Vallejo. Pero desde la fundación de la Academia por Felipe V en 1713 las damas habían brillado por su ausencia. Ni Rosalía de Castro, ni Emilia Pardo Bazán, ni Carmen Laforet tuvieron cabida en el selecto y machista club de la madrileña calle de Felipe IV. Tal fue asimismo la suerte de Almudena Grandes, desaparecida hace unos días en pleno esplendor de su producción literaria. He sido uno de sus impenitentes lectores y, por tanto, mucho la echaré de menos en adelante.
En una de las mil cartas que la Pardo Bazán le escribió a su amigo y amante Benito Pérez Galdós, le dice: “¿Qué más hay que hacer, miquiño mío, para ingresar en la Real Academia?” Lo pregunta doña Emilia ya consagrada después de publicar “Los pazos de Ulloa” y su segunda parte “La madre Naturaleza”, escritas ambas en el Pazo de Meirás. No conocemos la contestación del autor de “Fortunada y Jacinta” porque las cartas a su amante fueron quemadas por Carmen Polo de Franco cuando la casa palacio le fue obsequiada al Caudillo por el pueblo gallego. Hasta en tres ocasiones intentó Emilia Pardo Bazán entrar en la RAE y otras tantas veces fue rechazada con argumentos iguales, incluso durante el mandato de Antonio Maura que le envió una carta aduciendo su condición femenina incompatible con las normas de la docta casa. Y se quedó tan pancho. Más de un siglo después el actual director, Santiago Muñoz Machado, pidió disculpas por la cerrazón de la Academia a admitir mujeres, especialmente por el caso de la condesa de Pardo Bazán, el más clamoroso de una centenaria Institución que hasta hace poco tiempo ni siquiera tenía cuarto de baño de señoras.
No son ni mucho menos las razones que han alejado a Almudena Grandes de la Real Academia, para la que ella seguramente no se postuló. Pero es lo cierto que en el mundillo literario se hubiera visto con lógica satisfacción que esta gran escritora hubiese entrado por la puerta grande de la fachada que da a la calle Felipe IV. Ninguno de sus lectores puede entender que haya muerto sin que se le concediese un puesto en la RAE, porque a no dudarlo Almudena ha sido una de las más esclarecidas plumas de los finales del siglo XX y de lo que llevamos de esta convulsa centuria. En todas sus edades literarias ha destacado por el brío de su narrativa, los perfiles humanos de sus personajes y el ambiente en que va enmarcando los relatos, cuadros que hacen vivir en la ficción historias magistralmente contadas. De ahí que nos parezca justo y merecido que el Consejo de Ministros le haya concedido este martes la medalla de oro de las Bellas Artes a título póstumo.
He recordado aquella noche de tertulia con Luis García Montero y Miguel Ángel Aguilar, en el café Colombia de la rambla de Federico García Lorca, cuando hablando de la obra de Almudena ninguno podíamos imaginar su temprana muerte a los 61 años de edad. E independientemente de sus ideas políticas, con las que no coincidí en nada, la autora de “La madre de Frankenstein”, su última novela, pasará a la historia de las Letras por sus edades literarias hilvanadas con el común hilo conductor de la buena escritura.
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