Almería está en la calle. Cientos de bares y restaurantes sacan mesas y taburetes a las aceras y a las terrazas para atender a millares de clientes que buscan a la hora del aperitivo el suculento manjar made in Almería: nuestras exquisitas, gloriosas, nutritivas y muy bien preparadas tapas, a precios razonables cuando no verdaderamente económicos. Es una tradición que viene por lo menos desde cuando empezaba la temporada de las habas y en la bodega El Patio de la Cuesta de los Callejones te las servían con la caña o el chato de vino, a veces con una lasca de bacalao seco. La tradición de las habas continúa. Soy fijo discontinuo del grupo que encabeza el notario Salvador Torres con una docena de amigos para dar cuenta de las primeras habas de temporada en la bodega Aranda. Habas crudas, se entiende, con su vaina desechable y sin otra preparación que las ganas de degustarlas frescas, recientes, las primeras del año.
Las tapas de Almería alcanzaron su consagración con motivo de la capitalidad española de la gastronomía en 2019 en el que el gremio de la restauración estuvo aun por encima de las circunstancias y dio ejemplo de bien hacer, al tiempo que consolidaba una especialidad culinaria que permitía decir aquello tan socorrido de que con un par de tapas te ibas comido. No hay que pedirlas porque al servirte la caña, el vino, y ahora modernamente el vermut, o te ponen directamente la tapa de oficio o te preguntan qué prefieres del variado repertorio, marchando cocina: migas, fritaílla, tabernero, salmorejo, pescao frito y/o en adobo, sardinillas, ensaladilla o las masters class del día, a saber trigo, gurullos, berza, calamar en aceite o cualquiera otra de la exigente carta, incluido el pimentón que hace Antonio en su restaurante Las Heras de Tabernas. La variedad gastronómica de Almería es excepcional, sin olvidar la amenazada gamba roja de Garrucha a la plancha con sal gorda que es ya como entrar en el paraíso de las tapas o las medias raciones, según mercado. La Unión Europea quiere que comamos menos gamba roja, por lo que ha reducido las capturas. O sea que estarán más caras, ¡malaje de tíos!
No me pierdo ni una tapa: del bar Sacromonte a la bodega Las Botas, Baviera, Valentín, el Torreluz y Casa Puga, alternando en el recorrido las novísimas terrazas de la Plaza Vieja, de la calle Jovellanos, el terrao de la Plaza Marín y las bares del entorno de la Catedral y la calle Real, para cruzar luego al Sevilla, al Raíces y al Quinto Toro, sin dejar atrás los del Mercado con el Habibi y sus adláteres de la circunvalación que lleva el nombre de Ulpiano Díaz, su vecino más ilustre. Y de un salto, parada obligatoria en el Chele, que mejora por días. En otro viaje me ocuparé de los que no salen hoy aquí. Y trataré de hacer memoria histórica de los pioneros de la tapa: el Imperial, el Montañés, la Granja, el Puerto Rico (¿para cuándo la nueva sede de la Cruz Roja?).
Este muestrario de las tapas almerienses no es nada más que un aperitivo de lo que la ciudad ofrece a los parroquianos y que se supera conforme pasa el tiempo. Es un pequeño mundo cuya economía de escala permite a los restauradores organizar sus negocios en torno a los productos de mercado, la calidad del género y el ajuste de los precios para que te puedan dar un rico piscolabis en dos bocados, cuyo beneficio está en el volumen: muchas tapas a 1,50 euros más o menos engordan la caja al final del día. Y fidelizan a una clientela que se acostumbra a comer barato en la calle en este paraíso donde, como dejó dicho el fundador del Hotel Simón, el sol pasa el invierno. Mesas en las aceras, algunas con calentadores no siempre necesarios, las mujeres con una rebequita y los caballeros ligeros de equipaje. El abrigo solo es necesario en las casas, que ahí sí que hace frío.
No sé si dará para una tesis doctoral, pero estaría de ver que algún historiador se arremangase y se pusiese a investigar el origen del tapeo que si bien tiene carácter nacional presenta en Almería peculiaridades dignas de estudio. Nuestros abuelos ya hablaban de comer de picoteo cuando en 1910 se inauguró en la plaza Marín el restaurante Puerta Real, más conocido como Casa Berrinche, cuyo propietario era Antonio Rodríguez Sánchez. Fue el primero verdaderamente moderno en la ciudad, y entre sus novedades destacaba la de servir aperitivos variados al centro de la mesa con sus correspondientes bebidas que se servían los propios comensales. Eso era a mediodía. Por la noche, después de la cena el local daba paso a citas no tan santas y a más de una juerga de postín. Posiblemente Casa Berrinche fue el primer restaurante de la ciudad que normalizó la actual y sabrosa costumbre de las tapas en Almería. Aunque es imposible datar sus principios, como dirían los italianos si non e vero e ben trovato.
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