Hasta mediado el siglo diecinueve todavía recorría la calle un lienzo de la antigua tapia de la huerta del convento de San Francisco. Eran tiempos de grandes revoluciones y de continuos cambios urbanísticos a medida que la ciudad iba creciendo.
La actual calle de Concepción Arenal vino a unir la Plaza Flores con la nueva avenida principal de Almería que fue el Paseo. En un principio se llamó calle de Álava, hasta que en 1901 el Ayuntamiento decidió dedicársela al político Sebastián Pérez, natural de Gérgal, que había llegado a alcanzar el puesto de Senador. Después llegaron las autoridades republicanas dispuestos a cambiarlo todo y pusieron el callejero patas arriba. En la sesión del día 11 de julio de 1931, siendo alcalde el señor Granados Ruiz, se decidió dedicar esta vía a la ilustre escritora Concepción Arenal. En poco más de treinta años los almerienses le llamaron con tres nombres distintos a la misma calle. Pero la mudanza no había terminado todavía y cuando terminó la guerra civil llegó una nueva sacudida del callejero.
En la reunión del 21 de abril de 1939 se dictaron las nuevos denominaciones, entre ellas, la de la calle Concepción Arenal, que pasó a llevar el nombre de General Rada, en honor al militar Ricardo Rada, uno de los cabecillas del Alzamiento del 18 de julio de 1936. Así se llamó la calle durante cuarenta años, hasta que con la democracia recuperó el nombre actual.
Recuerdo que en los primeros años 70, la calle no era aún peatonal, pero tenía una vigorosa vida comercial, tanta que cuando llegaban los días de Navidad la adornaban con luces de colores iguales a las que colocaban en el Paseo.
La calle Concepción Arenal siempre tuvo vocación comercial. Allí nacieron algunos establecimientos históricos de Almería, el más emblemático la confitería de La Dulce Alianza, que en 1888 ya ocupaba un local cerca de la Plaza Flores. En enero de 1916, la familia Mateos, propietaria del negocio, decidió buscarse un hueco en la otra esquina, lo más próxima posible al Paseo, y así cambió de ubicación hasta que en los años 20 encontró el hueco que venía buscando en la avenida principal.
Otro negocio que dejó huella en la calle fue ‘La Verdad’. En 1919, el empresario Jesús de la Riva, llegó a Almería para poner en marcha un gran almacén de tejidos, similar al que por aquellos tiempos triunfaba en la calle de Atocha de Madrid. Para montar su nuevo negocio, el señor de la Riva eligió uno de los edificios de mayor solera que existían en Almería, una casa propiedad del juez Guillermo Cassinello García, situada en la calle Sebastián Pérez.
Almacenes La Verdad llegó a convertirse en un lugar de referencia en el comercio de los tejidos en Almería, pero su crecimiento se vio truncado en la madrugada del 21 de abril de 1926, cuando un voraz incendio destruyó gran parte del edificio. Durante tres semanas los vecinos de aquella manzana estuvieron sufriendo el olor de la ropa quemada.
Otro negocio esencial de la calle Concepción Arenal fue el restaurante El Montañés, que llenó de vida la manzana durante más de setenta años, desde que en febrero de 1917 se presentó ante el público de Almería. La tarde que abrió sus puertas cayó una gran nevada sobre la provincia. Las montañas que rodeaban la ciudad aparecieron cubiertas con una capa blanca y el viento del norte barrió las calles dejándolas casi desiertas. Aquel invierno se estrenó con tanto frío que don Carmelo Briñón, propietario del establecimiento, tuvo que pedir tres braseros prestados para calentar los salones en la noche de la inauguración.
En una vida tan larga, El Montañés llegó a tener varios propietarios y tuvo que ir adaptándose a cada época. Sobrevivió a la gripe de 1918, a la guerra civil y en la posguerra se consolidó entre los grandes, convirtiéndose en un establecimiento para todos los públicos. Tenía un comedor donde servía el cubierto a tres pesetas, y dos salones destinados a los almuerzos y a las cenas de la alta sociedad.
En los años cincuenta y sesenta llegó a ser uno de los comedores favoritos de las familias de la incipiente clase media almeriense, cuando los domingos se permitían el lujo de comerse una de aquellas paellas que llevaban el sello de la casa.
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