Vino a nacer en el año que en Almería llamaron del hambre, aquel 1941 de tantos ingratos recuerdos en los que la sequía, la escasez de materias primas, la falta de trabajo y el miedo marcaron la existencia diaria de cientos de familias que habían salido de la guerra con la derrota marcada en la piel. Los pobres eran mayoría y en las casas había que hacer malabarismos para poder comer aunque solo fuera una vez al día.
De aquellos tiempos difíciles, Manuel no tiene más recuerdos que las historias que le contaron sus padres. Cuenta que vino al mundo en la escondida aldea de la Hortichuela Alta, un paraíso perdido en un rincón de Níjar donde tal vez no se pasaron tantas penas como en la ciudad porque casi todas las familias, por humildes que fueran, tenían los frutos de la tierra y el alimento de los animales que criaban para poder sobrevivir.
El padre de Manuel había sido minero en Rodalquilar, pero tuvo que dejar el trabajo para incorporarse al servicio militar en Sevilla. Allí lo sorprendió a la guerra y allí permaneció hasta que cesaron los tiros y pudo regresar a su tierra. Los años de exilio le sirvieron al menos para labrarse otro oficio, ya que aprovechó el tiempo de la mili para sacarse el carnet de primera, que en aquellos tiempos era un salvoconducto a la hora de buscar un empleo.
El camión
El carnet le sirvió para entrar a formar parte del cuerpo de bomberos de Almería, que en aquellos primeros años de la posguerra estaba en pleno proceso de reorganización.
Manuel se llenaba de orgullo cuando en el colegio le preguntaban en qué trabajaba su padre y él respondía con la boca llena de satisfacción: “es el que lleva el camión de los bomberos”.
Aquel camión formó parte de su infancia como un juego más. Le gustaba escaparse de su casa, en el corazón del Barrio Alto, y acercarse al Camino de los Depósitos para hacerle una visita a su padre y de paso trepar por el camión imaginando que era uno de aquellos valientes bomberos que velaban por la seguridad la ciudad.
La niñez de Manuel Montoya pasó por el camión de su padre y por ese rico escenario, lleno de vida y de grandes contrastes, que era la manzana de la calle de la Barca a comienzos de los años cincuenta. Allí tenía todo lo que podía hacer feliz a un niño: la calle para disfrutarla a todas horas, la Rambla que era el territorio comanche donde acababan coincidiendo todas las pandillas, y el Camino de Ronda por donde no pasaban más que coches que los correos que cubrían el servicio con los pueblos.
La vida se hacía entonces en la calle porque en las casas la humedad era insoportable y había tan poco espacio que las familias tenían que vivir apretadas como en una conejera. La casa de Manuel tenía los muros de piedra y barro y era tan estrecha que apenas podían cruzarse dos personas por el pasillo. Tenía una entrada, una alcoba compartida y un espacio destinado a la cocina con un tabique de obra que lo separaba del cuarto del váter.
Así eran muchas de las viviendas de puerta y ventana del barrio y así era la vida de todas aquellas gentes que hicieron de la puerta de sus casas su cuarto de estar y que vivieron la calle Real del Barrio Alto como en el centro de la ciudad se vivía el Paseo.
Allí, cerca de su casa, en la popular Plaza de Béjar, estaba la escuela de don José, su maestro, donde aprendió las primeras letras y las cuentas necesarias para lanzarse al mundo en busca de un trabajo cuando solo tenía once años de edad. En 1952 Manuel Montoya Vicente sintió por primera vez que había dejado de ser un niño. Fue el día que por mediación de un vecino se presentó en el taller de radios que los empresarios Jaime Abad y Alberto Aguirre tenían al lado del bar Los Claveles, antes de que montaran junto a la Plaza de San Pedro la famosa tienda de Radio Sol. Aquella primera experiencia laboral duró un año, hasta que se fue a trabajar a una oficina en la Plaza de San Pedro.
Eran tiempos de continuos cambios, de ir de un trabajo a otro, hasta que encontró estabilidad en la tienda de regalos de Caparrós, en la acera del Rinconcillo.Fueron siete años en la empresa que terminaron cuando se fue de voluntario al servicio militar.
Cuando acabó la mili tuvo la suerte de formar parte de la plantilla de Artés de Arcos, la fábrica donde se hacían los volantes de los coches, las carcasas de los faros y las bocinas más famosas de la ciudad. Estuvo catorce años en la empresa antes de iniciar una nueva aventura laborar que pasó por Agroman y Tierras de Almería, donde culminó un currículum de 50 años trabajados.
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