Cuando, a media tarde, recogía las llaves de la casa, solía haber algunas criaturas postradas en el mostrador del barecillo. El café de las cinco aromatizaba el saludo al amigo de la barra, que no es protocolario, no, porque el señor de las llaves, de las llaves de la prensa, es un señor que, en su corpulencia, suelta ese halo de humanidad -y de afabilidad- tan desmarcado de este puñetero ritmo de vida líquido de Bauman. Sonreía el señor de la barra, con su camisa blanca impoluta, camarero de los de antes, sin saber que es él el guardián de las esencias, el mayordomo del habitáculo donde doscientos chalados del periodismo almeriense siguen recordando a Gütemberg y braceando con Zuckerberg con la nada ostentosa pretensión de no morir en el intento.
Subía las escaleras despacio, reflexivo, el señor de las llaves, y, al llegar al piso, abría con la mudez de siempre. Pensaba uno que, al entreabrir la puerta, el viejo capitán se encontraría la sede llena, pero imaginaba uno mal. La sala guarda recuerdos, fotos que son periodismo en estado puro, un par de ordenadores y una mesa para las reuniones de urgencia. Y el sigilo. Y ahí, en el silencio, aparece la inconmensurable figura del líder. Su ordenador era un misterioso laberinto de carpetas que guardan hasta el documento más advenedizo. El orden. Tiene el señor de las llaves un amor incondicional por el orden y los años le han regalado el poso de la armonía. Es el hacedor de milagros en la Asociación de la Prensa de Almería, el iniciador necesario del Colegio de Periodistas -felizmente en marcha: ayer, Covi; hoy, María José-, el conquistador de utopías que se leía los trabajos del certamen Carmen de Burgos como quien lee las crónicas callejeras de Larra; el comandante que reacciona en las redes como si aquel periodista de los setenta y ochenta, el que vio los primeros IBM por la redacción amenazando las maquinillas de escribir, hubiera nacido en el universo del Facebook, en la levedad del twitter, en la postmodernidad vertiginosa donde el periodista ha perdido el poder y, alejado del narcisismo de antaño, se codea por hacer ver a la gente que el periodismo es de los periodistas. Me cago en la mar salá, dirían en Los Filabres.
Tiene el comandante un estilo de comunicar, de pasar por la vida, muy pegado a la asertividad. Es Román un hombre de afectos, servicial y comprensivo, pasional y optimista, caballero, espiritual, moderno y costumbrista. No es un señor que regale los oídos cuando algún gacetillero le cuenta alguna historia que desangra el oficio. Levanta la voz y se oye un trueno. Igual que cuando abría un expediente el secretario o el Decanato de Sevilla. Ah, que lo ha hecho Román. Vale, es Román. Coño con Román. La Asociación fue Román. El Colegio fue Román. El Carmen de Burgos fue Román. O cuando le dicen que hay prácticos que no cobran, redactores explotados -joder, si eso es una redundancia-, periodistas que no se han estrenado porque no hay hueco para ellos, poderes políticos y económicos que asen -y deshacen- a la prensa porque se saben necesarios para cuadrar las cuentas a final de mes. Y Román, que, según parece, a las siete chapaba, no se callaba. Otro trueno. Educado, sutil, pero un trueno.
José Manuel Román, el de las llaves, hijo de Manuel Román, ilustre periodista, es un jubilado al que la inercia de la rutina no le dejaba jugar con su nieto. Lo tenía en el estado del watshapp, sí, pero el comandante, que es un tipo de familia, lo quería más cerca. Nadie como él para advertirle que no elija el oficio para sobrevivir porque, tal vez, sobrevivir no pueda. Lo puede elegir para vivir, que es más loable, más romántico y hasta más valiente, y seguir la tradición del Román bisa y del Román abu, a quienes muy mal no les fue. Porque se puede vivir con el periodismo, e incluso del periodismo, sin necesidad de sobrevivir, si entendemos por vivir el arte de hacer lo que a uno le gusta desatendiendo, en el camino, el riesgo evidente de ahogarse en la precariedad económica. Hace falta entender que este oficio, como bien asentó el Gabo, es el único lugar del mundo donde puede existir Macondo. Es esta estirpe la única en la que se puede escribir atado a un árbol, como José Arcadio Buendía, y, sin embargo, creerse libre. Es, querido Román, el oficio que, nacido en el Antiguo Régimen, matrimonió con los almanaques, con los mercurios y con las gacetas; que atravesó las revoluciones industriales, el constitucionalismo, las dos grandes guerras, la Cuba de Hearst, la ética populista de Pullitzer, las manipulaciones de Goebbels; que vio nacer al Time o al Washington Post o a Le Monde y, claro, antítesis, también vio nacer a los Daily como antes se asqueó con los artículos inflamatorios del New York Journal. Es, querido román, el oficio que nos trajo la prensa local como garante de la descentralización informativa, la lucha por que nuestro yo más íntimo prevalezca ante la globalización del pensamiento. Y también de la noticia.
Es esta estirpe, la del capitán, la de los hombres de radio de voz ronca y los señores de la tele, que siguen seduciendo con la erótica de la palabra y el despelote mágico de la imagen. Es esta estirpe, la del señor de las llaves, aquella que navega por los océanos de Internet sin saber muy bien qué es un prosumer, un youtuber, un podcaster y un no sé qué de los tiempos en que todo se vuelve idiota.
Román no debería irse nunca. No tiene quien le sustituya. Seguimos buscando quien lo haga, aunque se pierda en el laberinto de su orden. Seguimos clamando por un relevo, pero los que llegan saben que a esos intangibles los mortales no llegamos. Jubilado, que no parado, su voz ya no es aquel trueno y sus tardes son ahora paseos inmutables, aunque su cámara y su palabra sigan secuestrando al periodista de raza que lleva dentro.
Si falta Román, faltan las llaves. Las llaves del periodismo.
A nuestro querido comandante.
Consulte el artículo online actualizado en nuestra página web:
https://www.lavozdealmeria.com/noticia/12/almeria/238236/y-si-clonamos-a-roman