El día que el fin del mundo llegó a Partaloa

Mientras el cura don Francisco bebía del copón bendito, la tierra tiritó bajo los pies de todos

Hombres y mujeres de Partaloa rescatando muebles y enseres elementales de sus casas tras el horror del terremoto acaecido el 16 de marzo de 1972.
Hombres y mujeres de Partaloa rescatando muebles y enseres elementales de sus casas tras el horror del terremoto acaecido el 16 de marzo de 1972.
Manuel León
18:02 • 17 sept. 2022 / actualizado a las 21:00 • 17 sept. 2022

Ocurrió mientras el párroco don Francisco oficiaba unos ejercicios espirituales, cuando tembló la tierra en Partaloa. Es el último terremoto de enjundia que se recuerda en la provincia: eran las 7,30 de la tarde lluviosa de un jueves 16 de marzo de 1972 y casi todo el pueblo se encontraba en el templo de San Antonio. Se rajaron las cristaleras y la torre, las losas se movieron como flanes y los habitantes salieron corriendo a la calle. Una hora más tarde se repitió la sacudida con una magnitud 5. Se apagó la luz, se cortó el agua y, en medio de un griterío enorme, como si se tratase de la cubierta del Titanic, los vecinos se apiñaron con caras de pavor en la plaza,  como hacían los pasajeros en la popa del célebre transatlántico 60 años antes. Algunos creyeron que llegaba el apocalipsis a esas montañas rubias de cereal con vencejos y verderones huyendo de las copas de los árboles floridos de la embrionaria primavera.



Los temblores duraron toda la madrugada y ninguna familia, del centenar que habitaba el pueblo, quiso regresar a su hogar, viendo cómo se resquebraja la cal de las paredes y techos como una granada,  incluida la Iglesia, que quedó hecha un Ecce Homo.



Allí, bajo el cielo del Alto Almanzora, matrimonios, niños y ancianos pasaron la noche al raso, entre bancales, con un miedo bíblico a esas sacudidas telúricas que nunca antes habían sentido. Muchos enfermos fueron evacuados a Cantoria y Albox y el alcalde, Fermín Moreno, partió varias patas de jamón y encargó pan del horno para dar de comer a sus convecinos.



Mujeres y hombres se veían trajinar por la mañana entre el fango, intentando rescatar muebles y colchones. Un bebé salvó milagrosamente su vida al quedar su cuna atrapada entre ladrillos. Llegó el Obispo don Manuel Casares con el canónigo Lucas Ramos, se instaló un teléfono en las afueras y la OJE de Albox montó tiendas de campaña para un pueblo que, en unas horas, había perdido 160 viviendas y que tardó tiempo en recuperarse anímica y económicamente de aquella noche aciaga en la que creyeron que había llegado el fin del mundo.



Las tiendas de lona se instalaron en las eras de esa comunidad de labradores y en el campo de fútbol. La Diputación facilitó unas casas móviles que se colocaron en la pedanía de Retamar. No hubo muertes, pero sí muchas pérdidas materiales. Casas que quedaron inhabitables, supuradas de grietas y agujeros, con sus juguetes y sus recuerdos sepultados bajo la cal y los escombros en el interior de los cuartos.



También el cercano pueblo de Albox sufrió el arrebato de la cólera brotada del centro de la tierra. El alcalde, Ginés Pedrosa, ordenó el desalojo de los barrios de la Cueva del Barranco y de Las Tejeras, gente humilde que se hacinaba en infraviviendas como el tullido Juan Fernández Contreras. También el cuartel de la Guardia Civil albojense y la escuela de las monjas acabaron con algunos tabiques descuartizados. 



El espectáculo de más arriba, en Partaloa, epicentro de la tragedia -en ese pueblo rodeado de peñascos que los naturales de allí llaman órganos- era dantesco, con gente andando por los caminos sin saber hacia dónde, con colchones a la espaldas y con varios enfermos siendo trasladados en una furgoneta al consultorio de Cantoria. El subjefe provincial de Movimiento, José Antonio Consuegra, daba órdenes como si estuviera en la Guerra del Rif. Al poco llegó el gobernador civil, Juan Mena y el presidente de la Diputación, Jesús Durbán, junto a los arquitectos Pedro Bértiz y Antonio Góngora para evaluar los daños. Toda la calle principal estaba llena de muebles,  de camas, de cómodas, de mesas, butacas y el confesionario del templo apareció también como un náufrago en una isla. Lo primero que se hizo, en aquella Almería de eucaristía y fiestas de guardar, fue instalar un sagrario con hombres y mujeres arrodillados en oración que debió ser como una escena de neorrealismo italiano. 



Mientras el teniente coronel de la Guardia Civil, Santiago López Pujol, daba taconazos en el barro, la Sevillana consiguió hacer volver la luz y en una de las tiendas de campaña se instaló un teléfono. Partaloa salió en el Telediario de Pedro Macías informando de varias  réplicas del aciago terremoto, con algunas imágenes rurales de un pueblo convertido en trinchera.


Un personaje singular fue el batallador párroco, don Francisco Serrano, que lo mismo bendecía el Copón en una Misa de Campaña que dictaba la crónica periodística por teléfono al redactor Diego Domínguez. 


Lo que más dolió al pueblo fue ver cómo fue demolida su Iglesia para evitar derrumbes, el lugar donde se habían casado, donde se habían bautizado, donde habían despedido a sus muertos. Un grupo de jóvenes valientes se metió antes dentro,  entre los escombros, para salvar los cálices, la cruz parroquial, la imagen derrumbada del patrón San Antonio, en ese  templo antiguo que se había edificado con dinero de todo el pueblo mediante rifas  y teatros.


Fue pasándose el pasmo en Partaloa y la gente volvió a su huerto y a su higuera, como cantó el poeta de Orihuela. Y llegaron semanas después 50 casas prefabricadas para los damnificados y entonces el pueblo fue una fiesta, olvidando que un mes antes había estado a punto de quedar sepultado por un fragor que llegó una tarde de marzo desde el centro de la tierra. 


Temas relacionados

para ti

en destaque