El término subnormal en Boletín Oficial de la Provincia: historia de un oprobio

“Por el presente se cita a Antonio, de 18 años, soltero, vecino de Laroya y subnormal”

Juan Antonio Cortés
23:54 • 24 oct. 2022 / actualizado a las 23:59 • 24 oct. 2022

Dice Álex Grijelmo que la palabra “no discrimina ni insulta” (El País), siempre y cuando nuestro ánimo no implique “desconsideración o racismo”. Tal vez no estén muy de acuerdo con Grijelmo, todo un sublime perito del castellano, los colectivos que trabajan con personas con discapacidad, acostumbrados como están a soportar con estoicismo adjetivos que sobrepasan la indignidad.






Hubo décadas muy densas en que al individuo con la salud mental afectada se le llamaba loco. O tarado. O chalado. O demente. Así aparecía en los periódicos almerienses del siglo XIX -expresiones como “loco de atar” eran una constante- y el Boletín Oficial de la Provincia no era una excepción.






Años hubo en que a la persona con alguna discapacidad intelectual le tildaban de deficiente -dícese de alguien que, supuestamente, no está completo-, anormal -que, se supone, debe significar no normal-, mongólico, retrasado, idiota, gilipollas o imbécil, una suerte de adjetivos canallescos que el pueblo incorporó a su jerga, a caballo entre la mezquindad de unos y la ingenuidad de otros. 



Y el léxico derivado del uso despectivo de las personas con discapacidad física ha sido aún más hiriente. Tullido, cojo, inválido (no válido) o deforme han sido apelativos normalizados en nuestro idioma. 






Todos estos vocablos, que han nacido de la ironía y de la sátira de la gente, fueron asumidos por aquellos de los que se decía que limpiaban, fijaban y daban esplendor. Pero a la par que la Real Academia de la Lengua aceptaba la oficialidad de determinadas expresiones, los medios de comunicación y los boletines oficiales fueron absorbiendo el lenguaje. Lo hicieron sin aspavientos. 

1967, 13 de julio. BOP, Juzgado de Purchena, citación: “Por el presente se cita a Antonio, de 18 años, soltero, vecino de Laroya y subnormal”. El uso de la palabra resulta del todo caprichoso, pues cabe preguntarse qué información interesante añade a la cita judicial el hecho de que el subsodicho tenga alguna discapacidad intelectual. 


Pero es que el 13 de septiembre de 1984, en plena democracia, el BOP publicaba que la Comisión de Gobierno de la Diputación, en sesión ordinaria, solicitaba aprobar una ayuda económica para un tal Francisco y sus dos hijos, uno de los cuales es “subnormal”. Habíamos entrado ya en la mítica década de los ochenta y el modelo social de la discapacidad estaba implantado en buena parte del planeta.


A las personas con acondroplasia, trastornos psíquicos, físicos, sensoriales o discapacidad intelectual se les ha orillado desde las primeras culturas mediterráneas. Eran causa de rechazo. Ese Modelo de Prescindencia partía de la creencia de que el origen de la discapacidad era religioso-mágico, un castigo de los dioses. La consecuencia fue la marginación y la muerte de toda criatura diferente. Con Cristo se introdujo en la cultura europea y, más tarde, americana y africana el concepto de caridad-fraternidad, de tal modo que las instituciones cristianas fueron precursoras y mantenedoras de una idea de convivencia muy alejada de los estándares de la Grecia clásica o de la Roma imperial. Así fue en los primeros siglos del cristianismo y durante el Medievo. La Iglesia sostuvo hospitales, hospicios y otros centros de acogida y atendió a gentes que ni siquiera eran aceptadas por sus familias. Fue así hasta la llegada de un humanismo nuevo, basado en la ciencia y el poder del Estado, del que nació el Modelo Médico-asistencial, cuyos resultados han sido muy discutibles, pues la persona con discapacidad ha sido considerada un sujeto a tratar.


Aunque expertos como Colin Barnes sitúan el inicio del actual Modelo Social de la discapacidad en los EEUU en los años 60 del siglo XX, un paseo por la hemeroteca nos lleva a la conclusión de que la idea de prescindencia -prescindir de algo por innecesario- sigue vigente en muchos lugares del planeta. En África, decenas de albinos son custodiados por ONGs, entre ellas la Iglesia y sus misioneros, porque el simbolismo mágico aún pervive en las entrañas de sus culturas varias. Y cada muerte de un feto por el simple hecho de tener Síndrome de Down es también prescindencia: ejecutar lo desconocido antes de que dé la cara.


Frente a esa cultura del descarte, el movimiento de vida independiente -que nació gracias a un tal Ed Roberts en su atrevido intento de ingresar en la Universidad de California a pesar de sus limitaciones- ha ido calando en el asociacionismo. En los últimos 40 años, entidades como la Federación Almeriense de Asociaciones de Personas con Discapacidad, con sus más de 20 entidades agrupadas, y, entre ellas, Verdiblanca, han interiorizado el concepto de opresión social. Sí, la discapacidad es una forma concreta de opresión, afectada por los factores sociales limitantes. Por eso, porque es la sociedad y los grupos de poder los que deben favorecer la normalización e inclusión, las legislaciones han ido virando por la presión de los colectivos. Al menos, en Occidente.


Salir por la Rambla de Almería y ver a los cuidadores acompañando en un plácido paseo a un anciano es una consecuencia de ese modelo. También lo es el edificio Alma, un acierto indudable del Ayuntamiento de Almería, sede de las asociaciones que trabajan con personas con discapacidad. Ahí se trabaja por reivindicar la igualdad de derechos y oportunidades. Por implementar técnicas para la salud física y emocional. Por el ocio inclusivo. Por la terapia ocupacional. Por la inserción laboral. Por la comprensión social.

Sin embargo, los insultos degradantes han llegado hasta nuestros días. Se usan en los patios de los institutos, en los parques públicos, en los campos de fútbol, en los bares y en las redes sociales, que es esa escupidera que permite aliviar la próstata. Se usan ahora porque se han usado siempre. La palabra no es más que el reflejo de la acción. Sí, Grijelmo, la palabra sí insulta, sí discrimina: lo explícito y lo implícito. 

Al fin y al cabo, qué podemos esperar si la RAE sigue sin eliminar del diccionario el vocablo subnormal. Por debajo de lo normal, se entrevé. Lo dicen aquellos que, tal vez, practican el elitismo intelectual. Otra suerte de prescindencia. 


Temas relacionados

para ti

en destaque