Los niños de la corbata y el pantalón corto

Era la ropa de los domingos y la indumentaria con la que llegaban al instituto

El querido y recordado Jesús Martínez Capel, en una mañana de domingo con la familia en el Parque Nuevo.
El querido y recordado Jesús Martínez Capel, en una mañana de domingo con la familia en el Parque Nuevo.
Eduardo de Vicente
22:29 • 30 oct. 2022

El pantalón corto hasta las rodillas fue la prenda fetiche de varias generaciones de niños. En las fotografías de comienzos del siglo veinte ya lucían con esa indumentaria y siguieron con ella hasta que en los años sesenta se impuso una nueva moda y los pantalones cortos pasaron a ocupar en los armarios el rincón de la ropa de verano.



En los años cincuenta la indumentaria oficial de los domingos, en los niños de clase media hacia arriba, incluía el pantalón corto, la chaqueta, el chaleco y la corbata reglamentaria, que en ocasiones también podía sustituirse por una pajarita. Era la ropa para salir a pasear y también la que se llevaba cuando se daba el salto al instituto y había que parecer hombres antes de tiempo. De la familiaridad del colegio se pasaba a la solemnidad del instituto. De pronto, niños de diez y once años se tenían que vestir de hombres para comparecer ante sus profesores del Bachillerato, que en aquel tiempo exigían el máximo respeto.



La chaqueta y la corbata les daba un aire de niños mayores y una carga de responsabilidad que los alejaba de la infancia. Así vestidos no podían tirarse al suelo para jugar a los petos ni guerrear con los amigos. En este caso, se puede asegurar que el hábito hacía de verdad al monje, que un niño perfectamente uniformado con su chaqueta, su corbata y su pantalón corto tenía el deber de comportarse como una persona madura, entre otras cosas porque esa ropa era sagrada, ocupaba el estatus de la ropa buena que tenía que durar al menos un par de generaciones.



Con esa ropa se iba a misa, se paseaba por el Parque y por la tarde se acababa en el cine, aunque el escenario fuera el humilde gallinero del Salón Hesperia, donde no hacía falta tanta solemnidad. Allí se mezclaban los niños bien vestidos que olían a colonia y betún, con los niños de los pantalones remendados y las sandalias de goma que llevaban grabado en la ropa y en la piel el perfume de los braseros pobres.



El pantalón corto fue el último eslabón de la infancia para aquella generación de los cincuenta que vivieron los últimos rescoldos de la posguerra y la llegada de un tiempo nuevo que trabajo una moda diferente. 



Vivieron una niñez de eternos pantalones cortos, con los que tenían que atravesar los fríos del invierno esperando que llegara la adolescencia. Si la temperatura bajaba más de la cuenta siempre les quedaba el recurso de subirse los calcetines de lana hasta las rodillas. Fueron los últimos que pasaron por la niñez a bordo de aquellos pantalones cortos que te helaban las piernas y te dejaban las rodillas descubiertas, expuestas siempre  a los golpes. 



El pantalón corto era una prenda irrenunciable, el estigma de los niños de la posguerra, que había que llevar con resignación hasta que los signos de la pubertad se hacían tan visibles que no quedaba otra salida que dar el salto al pantalón largo. Niños de abrigo y bufanda, de chalecos, jerseys de lana, corbatas, calcetines largos, pantalón corto, sandalias de goma y zapatos Gorila. Porque ellos fueron los primeros que disfrutaron de la comodidad de los ‘Gorila’, que se pusieron de moda en el otoño de 1955, cuando en la zapatería de Pedro Plaza Ortega, en la Puerta de Purchena, los anunciaban como los mejores para empezar el curso con ‘buen pie’. Poseían el atractivo de la pelota de goma que regalaban en cada caja de zapatos.Llevar unos zapatos Gorila era un pequeño signo de distinción porque no todas las familias tenían recursos para poder comprarlos. “Niño, quitate esos zapatos para salir a jugar que son para ir al colegio”, decían las madres de entonces.



Porque había una ropa para el colegio y otra para la calle, como una ropa para los días de diario y otra para los días de fiesta. Los niños de aquel tiempo conocieron bien lo que era bañarse una vez en semana en la pila del patio, y lo que significaba la ropa de los domingos, la que se estrenaba la mañana que Jesús entraba en Jerusalén. 


Fue la suya una generación de cine y de circos, de cometas hechos de papel, de trompos y petos, de los títeres de plazas, los populares cristobicas donde el bueno terminaba derrotando al malo a base de garrotazos con una estaca de madera. Por Feria, solía aparecer un carromato de títeres que se instalaba  con su rudimentaria tramoya frente a la puerta de la iglesia de San Pedro. 


Fueron los niños de las colas del cine Hesperia y de las funciones infantiles del Teatro Apolo. En enero de 1955 se pusieron de moda estas sesiones matinales que se crearon en principio para el disfrute de los hijos de los afiliados a la obra Educación y Descanso.


Fueron los últimos del pantalón corto, los que conocieron el sabor del vino dulce  con una yema de huevo que era un buen remedio contra el raquitismo; fue la generación que disfrutó de las botas de agua y los charcos de las calles, de las patinetas que ellos mismos se fabricaban con un trozo de madera, un palo y tres cojinetes; los que rezaban para que se fuera la luz y no hubiera colegio por la tarde.



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