En muchos hogares de la provincia almeriense se hacen migas estos gélidos días de invierno y aunque la tradición no escrita señale que se avían cuando llueve, nada impide que también se tomen en fechas dispares. Por ejemplo, cuando las tormentas y las ventoleras, como las de ahora, nos invitan a quedarnos en casa al amor de la lumbre. A mí me gustan hasta en verano.
A las migas de nuestra arcaica cocina le va muy bien el manido tópico literario de la magdalena de Marcel Proust, cuando el autor la huele y se le vienen a la memoria todos los recuerdos del tiempo perdido que relata en miles de páginas de su serie; una novela en siete partes considerada como un monumento de las letras francesas.
Pues así nuestras populares y exquisitas migas, cuyo solo enunciado nos trae a la memoria recuerdos de infancia y juventud enmarcados en aquella Almería pobretica, alejada del resto de España (casi como hoy) pero donde no faltaba de nada porque lo desconocíamos todo. Eran aquellos tiempos todavía sin televisión en los que las únicas imágenes de otros sitios nos llegaban por el cine y por el NO-DO. Eran tiempos de una ciudad sin alcantarillado, con agua potable pero imbebible por su alta concentración de cal, puestos de boniatos en torno al mercado y ponche (café con un chorreón de coñac) para matar el gusanillo. Cine en el Hesperia, el Apolo, el Monumental y, en verano, en el Tiro Nacional y en el solar que hoy ocupa el Gran Hotel. De noche, a la vuelta del cine siempre había alguien que avisaba para no pasar por tal o cual calle porque estaban sacando un pozo negro. Con estas reminiscencias es de justicia ponderar el salto que en todos los órdenes ha dado Almería en las décadas posteriores.
No puedo evitar rememorar los años felices de la infancia cada vez que almuerzo unas migas con sus correspondientes aderezos. Es la imagen de días plomizos, lloviznando y en ocasiones gota fría, es decir lloviendo a cántaros, con las calles convertidas en ríos, especialmente la de Obispo Orberá haciendo honor a su legendario título de rambla. Y la otra rambla, recuperada en una espléndida avenida hacia donde bascula el epicentro urbano, caudalosa esos días y antes de un desvío que evitó para siempre inundaciones como la del 11 de Setiembre de 1891 y algunas otras no tan graves de las que fuimos testigos de niños.
El efecto Proust, esa asociación mental que se nos viene a la cabeza cuando olemos o comemos algo que identificamos con sensaciones del pasado, está muy presente en las migas, los gurullos, el trigo, las gachas, las tarbinas y otras delicias de la cocina almeriense cuando nos llevamos a la boca la primera cucharada y automáticamente se nos aparece la casa de nuestra infancia, el colegio de las primeras letras, las moreras junto a la pasarela de La Salle, el balneario de Diana y las veladas de boxeo en el solar del Costasol. Y muchas cosas más, dicho sea con una pizca de nostalgia pero celebrando que aquella primitiva Almería haya devenido en esta ciudad moderna, aunque un poco atolondrada. Cómo no recordar a los personajes populares que deambulaban por las calles, muy particularmente a Fuegovivo tapándose la nariz antes de dar su receta magistral para acabar con el paro obrero: “Techar el Paseo, niquelar el Cable inglés y blanquear la Alcazaba”.
Tiempos remotos, desde luego. ¿Y qué hacíais sin tele y sin móviles?, me pregunta mi nieta incapaz de comprender un mundo sin esas maravillas de la tecnología actual. Pues oíamos la radio y, sobre todo, leíamos mucho, una ocupación hoy en
trance de desaparecer entre la gente joven, entre otras cosas porque los planes de estudio –al menos siete en la etapa constitucional- han dejado las asignaturas de Letras en vías de extinción. Y por las tardes de los jueves sin cole nos llevaban de excursión y a merendar a la Molineta, al Parque, al Zapillo o nos quedábamos cerquita en la glorieta de San Pedro. No había otras diversiones pero creo que éramos felices. Aunque el no va más era cuando venía el circo a la explanada del Tiro Nacional y lo pasábamos en grande aquella tarde y otras muchas tardes contando lo que habíamos visto.
El día que esto escribo he comido migas. ¿Se nota, verdad? Migas con todos sus avíos: tajaíllas de tocino, chorizo y morcilla, rabanillos, pimientos asados y tomate, aceitunas, sardinas y lo que cada uno tenga por costumbre. Y al cerrar los ojos he visto el comedor familiar, a mis padres, a mis hermanos, sentados en torno a la mesa con la paila de migas en el centro. Y hasta me ha parecido escuchar en la radio que empezaba el parte de las dos y media.
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