Cuando la maestra era ‘la señorita’

Las señoritas no nos pegaban con la vara y nos repasaban el pelo si íbamos mal peinados

Grupo de maestras del colegio Ángel Suquía del barrio de Piedras Redondas, en los años 70, en una jornada de actividades en el patio.
Grupo de maestras del colegio Ángel Suquía del barrio de Piedras Redondas, en los años 70, en una jornada de actividades en el patio.
Eduardo de Vicente
19:00 • 08 mar. 2023

Mi primera vez fue con una maestra. Yo tenía seis años y mi madre me llevó de la mano al colegio y me entregó a aquella mujer con delantal blanco que me regaló dos besos antes de conocerme. Por el camino llevaba dos lágrimas asomadas en los ojos y una extraña sensación de desarraigo, como si me arrancaran del vientre materno. 



Era mi primer día de colegio, la primera vez que me enfrentaba al mundo exterior, a ese universo de deberes y obligaciones que desde ese momento me acompañaría para siempre. Atrás dejaba la infancia más primitiva para embarcarme en esa aventura que llamaban socialización donde iba a conocer a otros niños para compartir con ellos un mismo sentimiento: el rechazo al colegio. No conocí jamás a ningún compañero de mi generación que fuera feliz a la escuela, salvo el día que tocaba cantar villancicos o cuando llegaba el hombre que sorteaba el álbum y las estampas. 



Mi primera vez fue con aquella maestra joven que nunca entendí muy bien porque le decíamos señorita. Si el maestro era don Juan, don Antonio, don José, por qué motivo la maestra no tenía más nombre que ‘la señorita’.



Quizá, el diminutivo nos acercaba a ella y nos hacía más transitables aquellos primeros pasos en aquellos primeros días de colegio. Era mi señorita, la que me repasaba el pelo después del barullo del recreo, la que me ataba los cordones de mis zapatos de charol, la que con una paciencia de siglos me corregía la postura de la mano cuando pintaba mis primeras letras sobre las palabras difuminadas del cuaderno de Rubio.



Aquella mujer joven que llenaba la pizarra de fiesta con las tizas de colores y que por mayo nos enseñaba a cantarle a la Virgen y a llevarle flores. La que me invitaba a leer despacio, la que me recordaba a diario que dos más uno eran tres y que Dios creó el mundo en siete días, mientras yo me quedaba colgado de aquellos ojos morenos marcados por una vaga mano de pintura. 



Por las tardes, cuando salía del refugio de la mesa y se sentaba en una silla frente a nosotros para podernos escuchar mejor mientras íbamos leyendo, yo la miraba a escondidas y me fugaba de la clase en el sueño prohibido de sus rodillas. A veces me gustaba equivocarme para que mi señorita se sentara a mi lado y me fuera corrigiendo lentamente rozando su mano con la mía. 



La mayoría de los niños de mi colegio prefería tener una maestra que un maestro porque en aquel tiempo, a comienzos de los años setenta, ellas solían ser más comprensivas y recurrían menos a los temidos castigos. La señorita nos entendía mejor que el maestro y no necesitaba imponerse gritando. Tenía la ternura que le faltaba al maestro, la cercanía de una madre y te hacía más confortable la escuela.



En mi época, tuve la experiencia de conocer a varios tipos de maestros que me fueron marcando como nunca lo hicieron los profesores que encontré en el instituto. Conocí a señoritas con gran capacidad pedagógica que me hicieron más agradable la sufrida escuela, pero también padecí a alguno de aquellos maestros autoritarios que me llenaron de miedos, convirtiendo cada hora de clase en un martirio. Mientras el maestro explicaba la lección los niños atendíamos sin mover los labios, temerosos de que en cualquier momento se volviera y nos cogiera descuidados o que nos lanzara una de aquellas preguntas por sorpresa que nos atrevesaba el pecho como una lanza. 


La señorita nos entendía mejor. No nos lanzaba la tiza, ni nos colocaba de rodillas en un rincón. Trataba de corregirnos con buenas palabras y siempre tenía una sonrisa y un gesto cómplice para convencernos. Era mi señorita, la que me recibió en la puerta de la clase mi primer día de colegio, la que me colocaba los faldones de la camisa, la que me limpiaba los churretes de la cara con su pañuelo, dejándome aquel rastro de perfume de mujer que aún hoy soy capaz de recordar cuando cierro los ojos.



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