Vivíamos a pelotazos y soñábamos con la pelota. Transitamos por la infancia con una pelota en los pies y lo que era más grave aún, con una pelota metida en la cabeza, una pelota que no nos dejaba concentrarnos a la hora de hacer la tarea ni prestarle atención al maestro cuando nos explicaba los problemas de matemáticas.
Nada nos importaba más que aquella pelota que como una amiga fiel nos esperaba debajo de la cama a que saliéramos del colegio, aquella pelota vieja, tan repudiada por las madres de entonces que veían en ella al mismo demonio. “Este niño no piensa nada más que en la pelota, como si la pelota le fuera a dar de comer”, decían, sin darse cuenta de que una pelota, para los niños de antes, alimentaba tanto como el bocadillo de sobrasada que nos daban en la merienda, que siempre terminaba olvidado en un tranco mientras jugábamos a la pelota. La pelota fue el juguete original, la manzana del paraíso, el fruto prohibido que nos poseyó para siempre.
En mi clase había un mural colgado en la pared que representaba a Adán y Eva, en el que aparecían la serpiente y la manzana del pecado. En aquella fruta de formas redondas yo veía una pelota, lo mismo que cuando el maestro me sacaba a la palestra para que señalara con el dedo donde estaba el mar Mediterráneo en el globo terráqueo. En aquella esfera llena de colores y lugares remotos, yo solo veía una inmensa pelota malograda.
De cualquier cosa hacíamos una pelota. Salíamos al recreo y con el humilde papel de estraza en el que llevábamos envuelto el bocadillo fabricábamos una pelota. A veces bastaba una piedra para organizar un partido o una simple chapa de una botella de cerveza. Jugábamos a la pelota en cualquier sitio y con cualquier cosa. Si nos compraban un globo para que miráramos al cielo, acabábamos dándole patadas como si fuera una pelota. Había quien jugaba a darle patadillas al borrador de la pizarra o al chusco de pan de la merienda que se nos había hecho viejo mientras jugábamos.
Vivíamos a pelotazos y para muchos de nosotros no había ningún invento ni juguete que se pudiera comparar con una pelota. Cuando llegaba el día de Reyes cambiábamos de pareja y caíamos en los brazos de los juegos que nos acababan de regalar, pero era una pasión temporal, y más temprano que tarde terminábamos volviendo otra vez al cariño auténtico y cotidiano de nuestra pelota.
Casi todos los niños soñábamos con tener un día uno de aquellos balones de reglamento que eran parecidos a los del fútbol profesional, pero como nos habíamos educado en la austeridad, nos conformábamos con la vieja pelota de goma que de tantas batallas terminaba tan apepinada como un balón de rugby.
Escribimos la historia de nuestra infancia sobre aquella pelota que tantos quebraderos de cabeza nos daba en nuestras casas y tantos disgustos les generaba a la vecindad. No dejábamos una fachada sana ni un transeúnte sin su pelotazo, provocando a veces el enfado de aquel vecino tan respetable que sin perder la compostura se volvía para decirte: “Nene, porque no te metes la pelotica en el culo”.
Adorábamos la pelota. No había una forma más simple de felicidad que darle una pelota a un niño y soltarlo en medio de la calle. Idolatrábamos la pelota y nos acompañaba como si formara parte de nuestro cuerpo. Por eso no había una desdicha mayor para un niño que perder la pelota, que se te embarcara en un terrao o que te la quitaran los temidos municipales. Pasaban con la moto y se tiraban como leones sobre la indefensa pelota, llevándose el botín a las mazmorras del Ayuntamiento. Cuando nos quitaban la pelota nos invadía una sensación de vacío y de orfandad, como si nos hubieran abierto por dentro para quitarnos un órgano.
Cuando el guardia te quitaba la pelota sufríamos una doble condena: el quedarnos sin ella y la reprimenda que recibíamos después en nuestra casa, cuando tu madre colocaba los brazos en jarras y te soltaba la pregunta fatídica: ¿Es que tú no tienes otro oficio que jugar al fútbol?, y terminaba diciendo: “Aquí no entra más una pelota”.
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